“Y vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad” (Colosenses 2:10, RVR 95).
En la meditación de ayer hacíamos referencia a la experiencia de los jóvenes enviados por Moisés a reconocer la tierra de Canaán, y el énfasis estuvo centrado en las dos diferentes percepciones de las dificultades que tuvieron los miembros del grupo enviado. Decíamos que es la confianza en Dios, en que vives en su camino y obedeciendo su propósito, lo que nos capacita para tener una visión realista de los desafíos de la vida.
¡Qué maravillosa verdad! Encontramos la visión realista de lo que somos y de lo que son los demás cuando nos miramos a través de los ojos de nuestro Creador. Al hacerlo, reconocemos nuestro origen y esto nos sitúa en un concepto equilibrado: no menospreciamos a otros ni los vemos con desdén e indiferencia, pero tampoco dejamos de ver nuestras capacidades.
Somos hechura de Dios y, si algo o alguien ha intentado desdibujar en tu mente esta realidad, “el Señor que te creó te dice: ‘No temas, que yo te he libertado; yo te llamé por tu nombre, tú eres mío. Si tienes que pasar por el agua, yo estaré contigo, si tienes que cruzar ríos, no te ahogarás; si tienes que pasar por el fuego, no te quemarás, las llamas no arderán en ti. Pues yo soy tu Señor, tu salvador’ ” (Isa. 43:1-3). Si aceptamos esta gracia inmerecida, llegamos a ser mujeres completas, pues Dios suple todo lo que nos falta. Podremos tratarnos bien a nosotras mismas y aceptar los elogios que vienen del entorno sin soberbia y con humildad, como alguien que siente satisfacción por el deber cumplido.
Todo esto desemboca en un estado de alegría natural, que nos conduce a la alabanza y a la gratitud. Disfrutamos a las personas y el ambiente que nos rodea; también gozamos de nuestras posesiones y las compartimos, porque reconocemos que vienen de la mano de Dios y son bendiciones inmerecidas. Por otro lado, somos capaces de regocijarnos con los triunfos de otros, y estamos dispuestas a elogiar y apreciar los éxitos ajenos, que de un modo u otro también pueden ser los nuestros.
Hoy, antes de iniciar tu jornada de trabajo, tus labores de rutina o tus quehaceres en el hogar, ¡detente! Toma un minuto y mírate con los ojos de Dios. Él te dice: “He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida; delante de mí están siempre tus muros” (Isa. 49:16, RVR 95).