En cuanto oro, tú me respondes; me alientas al darme fuerza. Salmo 138:3.
Por favor, doctora, dígame lo que vendrá -le rogaba el hombre atemorizado-. Mi esposa tuvo náuseas por un tiempo, luego le sobrevinieron fuertes dolores en el estómago.
-Por supuesto -respondió Bethenia, y tomó su maletín de instrumentos quirúrgicos.
Luego viajó con el hombre en su coche tirado por caballos, 16 kilómetros hasta su hogar en las montañas de Oregón.
-Tenemos que operar de inmediato si queremos salvarle la vida -declaró la doctora Adair con autoridad.
-¡No! -dijo el hombre, pálido-. No creí que tuviera que operar.
-No hay alternativa -aseguró la doctora-. Encienda un buen fuego y ponga a hervir bastante agua.
El hombre obedeció en silencio. Hizo un fuego grande y puso una tina llena de agua a hervir. La doctora preparó la mesa de la cocina para la cirugía. Colocó sus instrumentos en una vasija con agua hirviendo y los puso en una mesita a un lado de la mesa grande.
-Estoy lista -dijo la doctora-. Traiga a su esposa y acuéstela sobre la mesa. Tendrá que seguir mis instrucciones y aplicarle el anestésico.
La doctora Adair esperó unos instantes hasta que la anestesia hiciera su efecto en la paciente. Mientras tanto, oraba en silencio:
“Por favor, Señor, te necesito ahora más que nunca. Tú sabes que hasta hoy no he realizado una apendicectomía. Tengo miedo, pero creo que guiarás mis manos y me fortalecerás. ¡Por favor, permite que esta mujer viva!”
Respiró profundamente, luego tomó el bisturí. Hizo la Incisión rápida y perfecta, encontró el apéndice y lo extirpó. Luego, suturó la herida hábilmente.
Esa noche, cuando regresó al pueblo, la doctora Adair levantó su mirada al Cielo, agradecida a Dios por haberla ayudado a cumplir su deber. Sabía que la mujer viviría.
La próxima vez que tengas que enfrentarte a algo sumamente difícil por primera vez, recuerda a Bethenia Owens-Adair, la primera médica del oeste de los Estados Unidos. Dios te puede dar la fortaleza y la habilidad que necesites para realizarlo.