«Si, pues, coméis o bebéis o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios» (1 Corintios 10:31).
El alimento es un bien necesario, fuente de nutrición y de gozo. Casi la totalidad de las celebraciones van acompañadas de comida y bebida. Nos insta el apóstol a honrar a Dios con la comida, la bebida y cualquier otra cosa que hagamos. El alimento es necesario para sobrevivir, pero puede transformarse en una pesadilla para algunos.
Gisela tenía inclinación a comer en demasía. Cuando tomaba dulces, fritos u otros alimentos de alto contenido calórico no podía limitarse a ingerir una cantidad moderada y sentía un deseo vehemente de comer más, llegando a consumirlos desenfrenadamente, en especial cuando estaba sola. Hasta en su trabajo tenía un cajón lleno de chocolates, galletas, caramelos y otros refrigerios que en ciertos momentos engullía ansiosamente. Ese deseo fuerte y repentino lo experimentaba cuando se sentía desanimada o luego de una conversación o recuerdo estresante. Físicamente, Gisela estaba siendo afectada pues se acercaba a la obesidad. Mentalmente, no contaba con suficiente fuerza de voluntad para dirigir su conducta. Socialmente, rehuía la compañía de cualquier persona y se situaba en mayor riesgo de caer en el exceso alimentario. Y espiritualmente, había perdido la vibrante religiosidad que poseyó en otro tiempo y ya ni oraba, ni leía la Biblia, ni pensaba en temas espirituales.
Cuando Gisela se dio cuenta del peligro que corría e intentó abandonar su adicción descubrió la verdadera profundidad del problema. Si permanecía dos o tres días haciendo dieta sana y moderada, se sentía incomodísima, de mal humor, pensando en lo que le gustaría comer pasteles, chocolates, bizcochos, mermelada, helados y frituras con pan. Es el terrible malestar por la carencia del producto adictivo que se conoce como síndrome de abstinencia. Y con esta presión, Gisela recaía en el abuso de la comida para luego sentirse culpable por haber cedido a la tentación.
Solo el poder de Dios y el apoyo directo de su mejor amiga pudieron sacar a Gisela del cieno en el que se estaba hundiendo progresivamente. Reconoció que solo el poder sobrenatural del Creador la salvaría de esa esclavitud. Comenzó a orar con un fervor sin precedentes y a refugiarse en promesas bíblicas. Su amiga íntima permanecía en contacto constante, por teléfono, con textos y en persona. Oraron mucho, juntas y por separado. Dios intervino y Gisela fue liberándose por el poder divino directo y a través de su amiga.
Hoy Gisela es libre. Sin embargo, continúa vigilante aferrada al Señor, pues cuenta con más riesgo que quienes nunca sufrieron la adicción a la comida.