No tengas ningún otro dios aparte de mí. Éxodo 20:3.
Juan Brown, de 17 años de edad, corría solo por la pradera. El viento resolano, que agitaba el pasto y su abundante cabellera, le daba una sensación de libertad semejante a la que disfrutaba el águila dorada que volaba en las alturas. De pronto, Juan ya no estaba solo. Un joven Indio apareció silenciosamente y corría a su lado. Era su amigo Lisolu, de la tribu de los Sénecas.
El joven indio se adelantó y lo condujo a un terreno ligeramente Inclinado, que abruptamente terminaba en colina. Llegando a la cima, ambos jóvenes se detuvieron para contemplar el valle donde se movía un grupo de indios.
-¡Mi gente! -dijo Lisolu-, Nos vamos lejos, al oeste.
Entonces metió la mano en una bolsa que llevaba alrededor de la cintura y sacó una pelota amarilla, pequeña y lustrosa.
-Juan, es tuya -murmuró Lisolu a la vez que ponía el tesoro en la mano de su amigo.
Sin decir una palabra más, se dio vuelta y salló corriendo detrás de las figuras que se alejaban.
Juan contempló el objeto que tenía en la mano. Era un regalo de amistad y sabía que siempre lo valoraría. Permaneció donde estaba, con la bolita en la mano, hasta que los indios desaparecieron de su vista detrás de una colina.
Desde ese momento, esa piedra redonda y amarilla era la fiel compañera de Juan dondequiera que Iba, protegida en una bolsita de piel que confeccionó, Igual a la que usaba Lisolu. Cuando corría por la pradera, tenía la Impresión de que su amigo estaba junto a él. Mientras trabajaba, frecuentemente la tocaba. Cuando hacía su tarea, la ponía sobre la mesa donde pudiera verla.
-¡Qué bonita es tu canica! -le decían los demás muchachos- ¿Qué quieres a cambio de ella?
Juan siempre respondía negativamente con la cabeza. Nunca cambiaría su preciosa bola amarilla por nada del mundo. Significaba mucho para él.
-Es un simple objeto -le dijo su padre en una ocasión-, y no deberías amarlo tanto. Te he observado que la miras con adoración. Nadie más que Dios debe recibir la adoración que le rindes a esa piedra.
Cierto día, la piedra desapareció. Juan la buscó en todas partes, pero su tesoro se había perdido. Corrió a la colina donde la había recibido y lloró. Sabia que lo que le había dicho su padre era verdad. Amaba demasiado a esa piedra. Trataría en adelante de no volver a amar ningún objeto más que a Dios.