«Oren también por mí para que, cuando hable, Dios me dé las palabras para dar a conocer con valor el misterio del evangelio, por el cual soy embajador en cadenas». Efesios 6: 19-20, DHH
LAS PALABRAS DE NUESTRO TEXTO de hoy las escribió el apóstol Pablo mientras estaba preso en Roma, alrededor del año 62 d. C., siendo Nerón el emperador. ¿Qué pide el valiente guerrero a sus hermanos efesios? Les pide que oren por él; quiere recibir el poder de Dios, de modo que pueda proclamar valerosamente el nombre de Jesucristo.
¿No es esto asombroso? No pide que oren por su liberación. Tampoco pide que oren para que mejoren las condiciones en el lugar donde está recluido. ¡Nada de eso! Pide a sus hermanos que oren para que él pueda proclamar el nombre de Cristo «sin ningún temor» (Efe. 6:20, RVC), como conviene a un «embajador en cadenas».
Lo que el apóstol está diciendo es que no había en este mundo alguna circunstancia que le pudiera impedir hablar de Cristo. ¡Porque en la misma cárcel improvisó un púlpito! Y desde ese púlpito improvisado dio a conocer «el misterio de la piedad»; «Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria» (1 Tim. 3:16).
Los resultados no se hicieron esperar, como lo indican sus palabras a los filipenses: «Hermanos-les dice–, quiero que sepan que, en realidad, lo que me ha pasado ha contribuido al avance del evangelio. Es más, se ha hecho evidente a toda la guardia del palacio ya todos los demás que estoy encadenado por causa de Cristo» (Fil. 1: 12-13, NVI). ¡Qué interesante! ¡Hasta los integrantes de la guardia imperial llegaron a saber de Cristo y de su plan de salvación!
Hay aquí una hermosa lección para nosotros, que ilustra bien un relato que cuenta el pastor HMS Richards. Dice él que a un niño, de nombre Guillermo, lo hospitalizaron para extraerle un pedazo de hueso de un brazo. La operación fue todo un éxito, después de varios días el niño se recuperó. Antes de ser dado de alta, Guillermito pidió hablar con el doctor que lo había operado.
— ¿Querias hablar conmigo? Le preguntó el cirujano a Guillermito.
En lugar de responder, Guillermito alzó su brazo todo lo que pudo, hasta alcanzar el hombro del cirujano. Luego, con su rostro radiante de felicidad, dijo:
-Nunca me cansaré de hablarle de usted a mi mamá.*
¡Así habla un corazón agradecido! Por esa razón el apóstol Pablo nunca se cansó de hablar de su Salvador, ocasionalmente ocurrirá sus circunstancias. Y por esa misma razón yo también digo hoy: «Bendito Salvador, nunca me cansaré de hablar de ti».
Amado Jesús, no importa dónde me encuentre, o sean mis circunstancias, nunca me cansaré de decir que siempre serás mi mayor tesoro.
*HMS Richards, «Las promesas de Dios», en Review and Herald, 2003, p. 224.