Sábado 20 de agosto. Devoción matutina adultos – Viaje con los judíos – 1
«Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos y llorábamos acordándonos de Sion. Sobre los sauces, en medio de ella, colgamos nuestras arpas. […] ¿Cómo cantaremos un cántico de Jehová en tierra de extraños?». Salmo 137: 1-4
REFLEXIONA CONMIGO un momento sobre aquellos espeluznantes hechos que seguimos recordando como el Holocausto. En una ocasión estuve en el silencio angustioso de Auschwitz el día después de la Pascua. Y reflexioné sobre el mensaje silencioso de sus crematorios fríos y polvorientos que, pese a todo, hablan a un mundo que aún perdura. Pero no lloré. Una vez estuve con mi familia en la sollozante quietud de Dachau. Recorrimos a pie el largo sendero desde el museo en blanco y negro, con sus imágenes de horror absoluto y su tragedia paralizante, hasta el pequeño crematorio de ladrillo cerca de la valla de aquel campo de exterminio. Esa vez sí hubo alguien que lloró. Oímos sus sollozos al doblar el exuberante follaje que ahora rodea ese lugar de muerte. Era una estudiante acompañada de un grupo de compañeros de aula de alguna excursión. Eran judíos y ella era joven. Lloró allí, junto a la estatua conmemorativa, con el brazo consolador de una compañera alrededor de sus temblorosos hombros. Para mi vergüenza, confieso que no lloré.
Pero, más allá de las colosales proporciones de esta épica tragedia humana, ¿por qué cosas deberíamos gritar y por cuáles deberíamos llorar los que nos llamamos a nosotros mismos adventistas del séptimo día? En los años que han transcurrido desde que estuve en esos campos de exterminio he llegado a darme cuenta de que hay razón para llorar. Cuando se escriba la breve historia del tiempo, creo que demostrará que, como dos sujetalibros emparejados en el estante de la historia sagrada, hay dos comunidades de verdad que ocuparon el comienzo y el fin del relato de la historia de la salvación, dos comunidades de fe que están ligadas inextricablemente por un destino compartido: su llamamiento divino a convertirse en los elegidos. Estas dos comunidades llevarán el epitafio «El remanente». Y ambas conocerán el significado del altísimo coste de la verdad.
Es un llamamiento curioso —ese nombre, «El remanente»—, y puede rastrear su historia remontándote a los prístinos comienzos de la tierra. Porque en la vida y la muerte de los dos hijos de Eva, Caín y Abel, nacen dos hebras separadas de la historia: la comunidad del remanente y la comunidad de la rebelión. La suerte quedó echada y «el dragón se llenó de ira contra la mujer y se fue a hacer la guerra contra el resto de la descendencia de ella» (Apoc. 12: 17). Y no es de extrañar, porque, ¿no había prometido Dios que, de la mujer provendría una Simiente que aplastaría a la serpiente y salvaría a la especie?