MARTÍN LUTERO
Es por medio de la fe que el justo tiene vida. Romanos 1:17.
Cierto día de 1505, cuando Martín Lutero tenía 22 años de edad, se dirigía de su casa en Mansfeld a la escuela de leyes en Erfurt, Alemania, cuando se desató una tormenta.
Los relámpagos iluminaban el cielo, rugían los truenos y caía la lluvia a cántaros, de tal manera que se vio obligado a refugiarse debajo de un gran árbol. El viento parecía arrebatarle la ropa y arrancaba ramas de los árboles mientras él trataba de protegerse de la tormenta en medio de la oscuridad. De repente, un rayo cayó a tierra cerca de Martín y lo lanzó al suelo.
Instantáneamente pasaron por su mente todos los pecados que había cometido. Vio de nuevo el ventanal pintado de la iglesia de Mansfeld que lo había aterrado de niño. Contemplaba a Jesús con el ceño fruncido, sentado ‘ sobre un arco iris. A un lado había un lirio, que representaba la bendición de Jesús para los buenos. Al otro, una espada encendida, que simbolizaba la ira de Dios hacia los malos. No cabían dudas: mientras Martín yacía en el suelo, imaginaba que Dios estaba enojado con él.
Recordó también el altar, que le hacía pensar en un barco que navegaba hacia el cielo, solo con monjes y sacerdotes a bordo. El común del pueblo se ahogaba en el mar, salvo los pocos que se aferraban a las sogas que les arrojaban los santos hombres. Hacerse monje parecía ser la alternativa más segura para alcanzar la salvación.
-¡Oh, Dios, sálvame! -imploró Martín angustiado-. ¡Sálvame de esta tormenta y me haré monje!
Y no hubo mejor monje que Martín Lutero. Pasaba horas en ayuno y oración. Se castigaba, en un acto de penitencia por sus pecados. Rehusaba usar cobijas en el invierno, como señal de arrepentimiento de sus pecados. Subió las escaleras sagradas de Roma sobre sus rodillas mientras repetía el Padrenuestro en cada escalón. En una ocasión, confesó sus pecados a otro sacerdote durante seis horas seguidas.
Pero no experimentó el perdón de Dios.
Nada le producía la paz que buscaba, hasta el día que leyó las palabras de Pablo en la Epístola a los Romanos: “Es por medio de la fe que el justo tiene vida”, y comprendió por primera vez el amor y la gracia de Dios. Pasó el resto de su vida contándoles a los demás que el perdón les correspondía por medio de la fe. El precio del pecado había sido pagado en el Calvario. El cielo era de ellos por la pura gracia amorosa de Jesús, y la fe del ser humano demostrada en el hecho de desearlo y pedirlo.