Viernes 3 de Marzo 2017 – SOLO POR GRACIA – Devoción matutina para adultos

«Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad». 2 Corintios 12: 9

ES IMPOSIBLE que escapemos por nosotros mismos del abismo de pecado en el que estamos hundidos. Nuestro corazón es perverso, y nosotros no lo podemos cambiar. «¿Quién de la inmundicia puede sacar pureza? ¡No hay nadie que pueda hacerlo!» (Job 14: 4, NVI). «La mentalidad pecaminosa es enemiga de Dios, pues no se somete a la ley de Dios, ni es capaz de hacerlo» (Rom. 8: 7, NVI). La educación, la cultura, la fuerza de voluntad, el esfuerzo humano, tienen su lugar; pero carecen de poder para salvarnos. Pueden producir un cambio externo de la conducta, pero no pueden transformar el corazón; no pueden purificar las fuentes de la vida. Es necesario que haya un poder que obre desde el interior, una vida nueva de lo alto, antes que alguien pueda convertirse del pecado a la santidad. Ese poder es Cristo. Únicamente su gracia puede revitalizar las adormecidas facultades del alma y atraerla a Dios, a la santidad.

El Salvador dijo: «Quien no nazca de nuevo», es decir, si no recibe un corazón nuevo, nuevos deseos, nuevos propósitos y motivaciones correctas que lo guíen a una nueva vida; «no puede ver el reino de Dios» (Juan 3: 3, NVI). La idea de que lo único necesario es que se desarrolle nuestra supuesta bondad innata, es un engaño fatal. «El que no tiene el Espíritu no acepta lo que procede del Espíritu de Dios, pues para él es locura. No puede entenderlo, porque hay que discernirlo espiritualmente» (1 Cor. 2: 14, NVI). «No te extrañes de que te diga: “Todos tienen que nacer de nuevo”» (Juan 3: 7, DHH). De Cristo está escrito: «En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad» (Juan 1:4, NVI), el único «nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos» (Hech. 4: 12, NVI).

No basta comprender la amante bondad de Dios ni percibir la benevolencia y ternura paternal de su carácter. No basta discernir la sabiduría y justicia de su ley, ver que está fundada sobre el eterno principio del amor. El apóstol Pablo veía todo esto cuando exclamaba: «Estoy de acuerdo en que la ley es buena», en que «la ley es santa, y que el mandamiento es santo, justo y bueno»; pero, en la amargura de su alma agonizante y desesperada, añadía: «Pero yo soy meramente humano, y estoy vendido como esclavo al pecado» (Rom. 7: 16, 12, 14, NVI). Ansiaba la pureza, la justicia que no podía alcanzar por sí mismo, y dijo: «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom. 7: 24). El mismo clamor ha surgido en todas partes y en todo tiempo de corazones cargados de culpabilidad. Para todos ellos hay una sola respuesta: «¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» (Juan 1: 29, NVI).— El camino a Cristo, cap. 2, pp. 27-29.

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