“¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan y vuestro trabajo en lo que no sacia?” (Isa. 55:2).
Mi corazón estaba hambriento. Yo estaba sola, casi siempre desanimada. Buscaba algo que llenara el inmenso vacío que estaba experimentando. Muchas veces me entregaba a la comida, al chocolate, a los helados o las galletas; cualquier cosa que aliviara el vacío que sentía. Estas cosas solo me daban una satisfacción momentánea. Sabían deliciosas, pero pronto la soledad, el desánimo y el “hambre” de algo más regresaban.
Entonces leí en la Biblia: “¡Oídme atentamente: comed de lo mejor y se deleitará vuestra alma con manjares!” (Isa. 55:2). Come de lo que es mejor. Deléitate. Yo sabía que Dios no solo estaba diciéndome que comiera alimentos saludables; era algo más que eso. No se trataba de mi alimentación; él sabía lo que yo sentía. Sabía qué cosas podían llenar el vacío de mi corazón: ser amada y aceptada tal como soy. Yo anhelaba sentirme conectada y formar parte de algo más grande que yo. Quería sentirme querida.
“Escúchame”.
“Con amor eterno te he amado” (Jer. 31:3).
“Te puse nombre, mío eres tú” (Isa. 43:1).
Estoy segura de que Dios me ama; siempre lo he sabido. Fue precisamente su amor lo primero que me atrajo de él. Cuando era niña y supe que Dios me amaba tal como yo era, decidí dedicarle mi vida. Pero cuando crecí, en algunas ocasiones perdí, de alguna manera, esa fuerte convicción de que Dios me amaba. Sé que él envió a Jesús para que muriera por mí, pero esa convicción de su amor se pierde, cuando comienzo a pensar en mí misma y en todo aquello que necesito cambiar y mejorar. ¿Cómo puede Dios amarme, si yo misma no me amo?
Mi verdadera hambre no es por el chocolate, las galletas o el helado. Mi verdadera hambre es por aquello que Dios me ofrece: un amorque es poderoso, que me acepta, que siempre está ahí, que es transformador e incondicional. Es un amor que satisface. Necesito escucharlo a él, y no al enemigo, que me dice que soy indigna, que no soy nadie, que soy demasiado mala para ser perdonada nuevamente; y que no soy amada. Necesito alimentar mi corazón con esta verdad, que me recuerda quién es él y quién soy yo en él: “Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efe. 3:17,19). Solo así mi corazón estará satisfecho.
Tamyra Horst