«¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos salir su estrella y hemos venido a adorarlo» (Mateo 2:2).
El cielo era otro el día que Jesús nació; y en el otro Cielo, ese donde habita la Divinidad, todos estaban pendientes de lo que sucedía aquí en nuestro planeta: Jesús estaba a punto de nacer. Se sabe con certeza que Jesús no nació en diciembre, a pesar de que la humanidad celebre su nacimiento en tal fecha como hoy. Pero qué importancia podría tener una fecha; lo importante es que el Hijo unigénito de Dios, «aunque existía con el mismo ser de Dios, no se aferró a su igualdad con él, sino que renunció a lo que era suyo y tomó naturaleza de siervo. Haciéndose como todos los hombres y presentándose como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo» (Fil. 2:6-8). Gracias a su humillación podemos nosotras ser salvas. Hoy es un día, como todos los demás días del año, perfecto para darle las gracias por ello.
Una estrella apareció en el firmamento aquella noche. Era la estrella del rey de los judíos, una señal en el cielo que, todo aquel que estuviera bien atento a la venida del Mesías, debió haber sabido interpretar. Una señal de que Dios no nos ha dejado solos. «Cuando los sabios vieron la estrella, se alegraron mucho» (Mat. 2:10). Sabemos por el relato bíblico que no todo el mundo se alegró tanto como ellos. Ni Herodes, ni muchos de los dirigentes judíos, sintieron alegría. Hoy en día sucede lo mismo. Señales de la existencia de Dios nos rodean por todas partes, pero no todo el mundo está dispuesto a verlas como tal, o a aceptarlas como un primer paso para conocer a Dios. ¿Qué haremos nosotras para ayudarlos a comprender lo que ven? Tenemos el amor hacia la humanidad que hace falta para vivir de tal modo que lleve a otros a los pies de Jesús:
Con respecto a nosotras, las que somos cristianas desde hace años, muchas señales usan el Señor para indicarnos que algo no anda bien con nuestra espiritualidad; para hacernos ver que hemos perdido nuestro primer amor, que no somos frías ni calientes, sino tibias. Tenemos esa tibieza que a él tanto le desagrada. Sería conveniente que hoy nos detuviéramos a preguntarnos: ¿Estoy haciendo caso a «la estrella» que me guía hacia Cristo? ¿Lo he aceptado como mi Salvador personal y mi compromiso con él es absoluto?