“Ahora bien, en Jerusalén había un hombre llamado Simeón, que era justo y devoto, y aguardaba con esperanza la redención de Israel” (Lucas 2:25, NVI).
Debo confesar que, aunque muchas veces leí la historia de la dedicación de Jesús, siempre me quedé con una impresión errada de Simeón. Supongo que, como estaba en el templo cuando los padres de Jesús lo llevaron y él lo bendijo, asumí que era sacerdote o que tenía un cargo similar.
Pero no. Que sepamos, este hombre no era sacerdote. Era un laico justo y devoto que tenía una íntima comunión con Dios y recibía mensajes directos del Espíritu Santo. Puede sorprendernos su aparente clarividencia, pero no es algo a lo que no podamos aspirar como hijos de Dios. Él estudiaba las profecías y anhelaba ver cumplida la promesa. Realmente esperaba al Mesías. Le habló a María sobre el futuro que le esperaba a Jesús y el dolor que significaría su sacrificio.
José y María quedaron maravillados con él. Este hombre sabía quién era su bebé y era de los pocos que hasta el momento habían demostrado creer en él y ser conscientes de a quién tenían en frente.
En cambio, el sacerdote en el templo apenas reparó en ellos. Los vio como una pareja pobre que solo había podido cubrir los requisitos mínimos de las ofrendas. Para él, ellos eran una pareja más, y Jesús, un niño más (El Deseado de todas las gentes, p. 36).
“Así sucede aún hoy. Para los líderes religiosos y para los que adoran en la casa de Dios pasan inadvertidos y sin reconocimiento eventos en los cuales se concentra la atención de todo el cielo” (ibíd., p. 38).
Con esta historia no vamos a extraer la idea de que los dirigentes son malos y los laicos son buenos. No se trata de hacer diferencias para desunirnos, sino de ser responsables en el lugar donde estamos y evaluar cómo esa historia puede estar aplicándose a nuestra vida hoy.
Y en esto, tanto los dirigentes como los laicos tenemos una gran responsabilidad. Cada miembro de iglesia, independientemente de su cargo, tiene el privilegio de buscar a Dios todos los días y de tener una comunión tan íntima con él como la tenía Simeón.
Jesús vino a recordarnos que no se trata de cargos, sino de relación. Aún no hablaba, pero su sola presencia ese día fue un evento glorioso para quien estaba listo, y pasó desapercibida para quien no lo estaba.
¿Cuál de los dos serás hoy?