AMOR
Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Juan 20:26, 27.
En la tumba de José de Arimatea estaba el cadáver de Jesús, sellado el sepulcro y custodiado por una guardia. Pero al tercer día un ángel descendió y gritó con ecos de alcance universal: “Jesús, tu Padre te llama”, y el Redentor resucito. Pasó de la plena inconsciencia a una vida eterna sin sujeción al tiempo y al espacio, pues “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él” (Rom. 6:9, RV15).
La resurrección se había consumado y había que gritarlo al mundo. La primera que lo gritó fue María Magdalena. Esa mujer fue la más privilegiada de los discípulos. Ese privilegio fue la recompensa a su fe y a su amor. Ella había seguido a Jesús desde que la liberó de siete demonios. Cuando los demás creían que el Maestro iba a asaltar el poder, ella lo ungió para la sepultura. Ella, que no era teóloga ni miembro del privilegiado grupo de los doce discípulos, entendía mejor el plan de su Maestro. Ella escuchó y creyó. No vacilo a pesar de que la revelación contradecía lo que les habían dicho los rabinos acerca del Mesías. Si Jesús lo decía así, debería ser.
Cuando se enteró de que el Maestro había sido apresado, juzgado y torturado, cuando lo vio llevar su cruz camino del Calvario, ella lo siguió, presa de angustia. Ahora María andaba gritando por todas partes que su Redentor había resucitado, que la tumba era un enemigo vencido, que la muerte no era más el espantapájaros de la viña de Dios.
María oyó y creyó. Y después vio. Oyó su promesa de victoria, su palabra de amor. Vio a su Salvador resucitado. Lo vio glorificado. Vio sus heridas, pero también su sonrisa. Vio en su mirada la beatitud de Dios y el fulgor de una vida infinita.
No hace falta tener doctorados en Teología ni ser un adventista de cuarta generación; basta con escuchar la Palabra y creer, aunque hace unos días hayas salido del callejón o de la pandilla. Si amas a Jesús, lo verás.