“Dichosos los compasivos, porque serán tratados con compasión” (Mat. 5:7, NVI)
Un sábado iba manejando de la casa de una amiga en Queens, Nueva York, a Long Island. Durante el trayecto, escuché un ruido proveniente del costado posterior del vehículo. Temprano a la mañana siguiente, Dios puso en mi mente la impresión de que debía llevar mi auto a revisar los neumáticos. El mecánico miró mi Lexus del año 2007, con 260.000 kilómetros, y me dijo que había que cambiar el eje trasero… ¡inmediatamente! Estaba sorprendido de que hubiera durado tanto sin reemplazarlo. Sugirió que dejara el auto allí, porque no era seguro Pregunté: “¿Cómo voy a volver a casa?” Cuando me dijo que me llevaría, exclamé, “¡Alabado sea Dios!”
Al día siguiente, me llamó para decirme que no podían arreglar mi vehículo allí, que tenía que ir al concesionario. Tomé un taxi (algo muy difícil en Long Island) para ir a buscar mi auto. Llamé al concesionario de Lexus y les expliqué la situación; me dijeron que llevara mi auto, y ellos me prestarían otro mientras lo arreglaban. Y lo hicieron: ¡me dieron uno de 2013! Al día siguiente, me informaron de que las reparaciones costarían más de tres mil dólares. Esas noticias me devastaron. No sabía si repararlo o comprar otro automóvil. Necesitaba un día para orar sobre la situación.
Había tenido aquel auto por siete años. En oración, Dios me dijo que era hora de cambiarlo. Al día siguiente, comencé el proceso de compra de un vehículo nuevo, dando el mío como parte del pago. Sin embargo, ¡no lograba encontrar el título de mi auto! Pedí otra copia del título por Internet, pero el proceso tardaría entre cinco y siete días. Mientras tanto, no tendría un vehículo para transportarme. Entonces, el concesionario Lexus, inesperadamente, me permitió seguir usando el auto en préstamo, hasta que llegara mi nuevo título. ¿Quién te permite manejar un auto en préstamo durante más de una semana, si no están reparando el tuyo? ¡Solo Dios!
Y este fue el giro inesperado: dos personas, una en Queens y la otra en Brooklyn, contactaron conmigo al día siguiente pidiéndome que las llevara en auto hasta Connecticut. Adivina quién los buscó en un auto de préstamo: yo. Dios me dio una bendición con el fin de poder bendecir a otros. La enseñanza es: ¡tu bendición no siempre se trata de ti! Sigamos usando nuestras bendiciones para bendecir a otros, en este viaje que llamamos “vida”.
Andrea D. Hicks