PONGO MI CONFIANZA EN TI
«¿Hay alguien entre ustedes que esté afligido? Que ore a Dios» (Sant. 5:13, RVC).
María y Gabriel, su esposo, vivían junto a sus cuatro hijos en una región montañosa en el Chimbo, un precioso lugar de Tegucigalpa, Honduras. Pero ella había comenzado a padecer de un flujo de sangre que no le daba tregua ni de día ni de noche. Su caso era parecido al de la mujer de la historia bíblica (ver Luc. 8:43-48), solo que María no había visitado a ningún médico, prefería confiar en remedios naturales.
Delgada, ojerosa y sin fuerzas, María recogió sus pertenencias y se mudó con su familia a un lugar remoto, con la esperanza de que el calor fuera beneficioso para su salud. Sin embargo, cada día empeoraba más: entre el flujo de sangre y su poca ingesta de comida, su cuerpo iba siendo consumido por la anemia. Mientras tanto, su esposo, Gabriel, viajaba tres horas a pie varias noches por semana para congregarse en una iglesia. Sentía una gran necesidad de Dios.
Un día, María trató de levantarse, pero sus huesos enfermos y sus débiles músculos se lo impidieron, y acabó cayéndose y golpeándose la cabeza. Permaneció tendida en el suelo hasta que Gabriel regresó a casa y sus hijos le señalaron el cuerpo de su madre. Él se echó sobre ella a llorar. Parecía ya muerta. No se le notaba la respiración.
Gabriel intentaba describirme la desesperación que sintió, pero jamás podré plasmarla por escrito. Desesperado, salió al campo y, a cielo abierto, grito: «Señor, ¿dónde está tu palabra: Yo predico que tú sanas; por favor, sana a mi esposa». Sabía, en el fondo de su corazón, que el tono con el que hacía su reclamo no era correcto. Cuando entró a su humilde casita, tendió a su esposa sobre una hamaca y, postrado frente a ella, oró a Dios. Tras una hora de incesante oración de su esposo, se volvió a sentir la respiración de María. Dios había escuchado a aquel humilde campesino que no sabía leer pero que había puesto su confianza en él.
Y tú, ¿estás poniendo tu confianza en Dios? «Bendito el hombre que confía en el Señor, y pone su confianza en él. Será como un árbol plantado junto al agua, que extiende sus raíces hacia la corriente; no teme que llegue el calor, y sus hojas están siempre verdes. En época de sequía no se angustia, y nunca deja de dar fruto» (Jer. 17:7-8, NVI).