PLENITUD
En el principio era el Verbo. Juan 1:1.
Hace veinte siglos, los hombres se reunieron para escuchar al Mensajero de Dios, a Jesús. Era el Verbo eterno, la Palabra hecha hombre, el mismo que habló en el principio y al instante y de la nada creó el universo y la Tierra.
Era el mismo Dios que conversó con Abraham a la sombra de las encinas, el que se reveló a Moisés en la zarza que ardió sin consumirse, aquel que, entre el trueno, el fuego y el terremoto bajó al Sinaí, el mismo que anduvo entre las llamas del horno babilónico junto a los jóvenes que no se postraron ante el ídolo de oro.
Jesús era un predicador de absolutos. En su discurso no cabían el “tal vez” y el “quizá” de la duda humana, sino las realidades del reino de Dios. Predicaba las Sagradas Escrituras bajo la iluminación del Espíritu Santo. Proclamaba los principios divinos: el amor, la justicia, la libertad. Profetizaba su muerte para que el mundo viviera. Anunciaba un futuro de paz y vida eterna. Su método para aproximarse a Dios era la fe, el amor para servirle.
Halló la ley de Dios cubierta por las telarañas de las tradiciones humanas y en el Sermón del Monte la limpió, le devolvió su brillo y la exaltó. Defendería la perpetuidad de esa ley con su sangre. Su muerte demostraría al universo que esa ley no se puede abolir. No modificó la letra de la ley, solo reveló su espíritu.
Grandes multitudes fueron en pos de él. Lo escucharon orar: “Venga tu reino” (Mat. 6:10), y supieron que su ruego había sido atendido. El Rey estaba con ellos. Lo siguieron porque sanaba leprosos con una orden. Lo oyeron gritarle a un muerto: “¡Lázaro, ven fuera!” (Juan 11:43), y vieron al muerto durante cuatro días, salir de la tumba y regresar a casa. Lo oyeron reprender a los demonios y vieron a los poseídos ser liberados. Lo escucharon declarar: “Yo soy el pan de vida” (Juan 6:35) y saciaron su hambre existencial.
Hoy, Jesús nos habla, y nuestros corazones arden con el fuego de su Espíritu.