“Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gén. 1:27).
Mi madre me contó que cuando ella se casó, mi padre quería tener muchos hijos (como era la costumbre entre muchos hombres africanos). Su primogénita fue una niña, y mis padres estaban felices. La segunda también fue mujer, y mi papá comenzó a quejarse de que él quería varones. La tercera fue niña, también. Esto molestó a mi padre, al punto de que le gritó a mi mamá que estaba harto de las niñas, que necesitaba que ella tuviera “hijos de verdad”.
Mi madre cuenta que ella hizo todo lo que pudo para tener un varón, porque, según mi padre, ella aún “no le había dado hijos”. Oró fervientemente, y Dios le dio el varón, al que llamó Samuel. Esta vez, mi padre se puso muy contento. “Ahora sí has comenzado a darme hijos de verdad”, le dijo.
Afortunada, o desafortunadamente, las tres siguientes fueron de nuevo niñas. En total, mis padres habían tenido hasta entonces siete hijos, y solo uno de ellos varón. Esto hizo sentir a mi padre muy frustrado y decepcionado. Mi madre trató por octava vez de darle otro varón. Cuando fue al hospital a dar a luz, mi papá ni siquiera la acompañó. ¿Sabes qué hizo? Envió a alguien a averiguar si había sido mujer o varón.
Quien nació fue otra niña; precisamente, la que está escribiendo esta reflexión. Mi papá se negó a pagar la factura del hospital. Mi madre y yo fuimos retenidas en el hospital por el problema del pago, hasta que un tío por parte de mamá pagó la deuda. Apenas mi mamá llegó a la casa, mi papá se casó con otra mujer, “que le daría” todos los varones que él siempre había querido. Pero mi padre murió frustrado y decepcionado, porque su nueva esposa solo le pudo dar cinco niñas y ningún varón.
Esta experiencia familiar me ha llevado a la conclusión de que todos los hijos son regalos de Dios. Estoy agradecida a Dios porque él no tiene preferencias de género, raza o nacionalidad. Dios creó al hombre y a la mujer a su propia imagen. Es mi deseo que esto nos ayude a aceptar, amar y cuidar a todos los hijos de Dios, porque todos somos herederos del maravilloso regalo de la vida eterna, que él nos ha dado.
Sarah Nyende