HOGAR
Tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. 2 Corintios 5:1.
En la aldea donde nací, en la década de 1950, todo era primitivo. Si alguien mataba una vaca, la compartía con los vecinos, porque no había neveras ni refrigeradores y porque éramos parientes. Las casas no tenían número ni las calles nombre. El cine ambulante llegaba una vez al año con su generador de corriente. Todos aplaudíamos al héroe de la película, y toda la semana comentábamos sus hazañas. En mi aldea, el noviazgo se realizaba por carta y por mensajero.
Cuando mi hermano mayor visitó la ciudad, al regresar me dijo: “Allí, pellizcan la pared y sale el sol”. Hablaba de la luz eléctrica. Yo quise ir también. ¡Ah, la ciudad!, con sus luces inquietas. Nos hechizó y nos atrapó. Una tarde subimos nuestras pocas cosas en el flamante Ford 63 de mi tío Melitón Sánchez, y nos fuimos a la ciudad. Nunca más volvimos a vivir todos juntos. La ciudad nos abrió muchos caminos sin retorno. Con el tiempo, encontramos a otros de la misma aldea dispersos en las grandes ciudades de México.
Lo que sucedió en mi aldea ocurrió en toda América Latina. Cuando escuchamos del progreso de los Estados Unidos nos vinimos en masa, unos por necesidad y otros por curiosidad. Muchos no volvimos. Nos hemos perdido muchas graduaciones, bodas y funerales. Hemos reído y llorado por teléfono y por correo electrónico. Un día, desde el Estado de Utah, regresé a mi país y a mi pueblo. Mi padre estaba enfermo y fui a visitarlo. Llegué tres horas tarde. Junto al árbol más famoso del pueblo, el del centro del cementerio, sepultamos al hombre que me enseñó a soñar.
Los hispanos de primera generación salimos de nuestros pueblos para venir a la “tierra prometida”, a un país rico que no puede pagar su deuda, a un país libre que tiene el mayor número de presos. Nada es perfecto en este mundo. Pero el cielo prometido sí lo es. La Biblia dice: “Tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos” (2 Cor.5:1). Ahí no habrá despedidas, no habrá crisis, cárceles ni funerales. Ahí no seremos extranjeros. Hacia allá nos conviene marchar. La última migración está por ocurrir. Sigamos a Jesucristo. Nuestro Padre nos espera.