CONDESCENDENCIA
He aquí, vengo; en el rollo del libro está escrito de mí. Salmo 40:7.
Se estima que si viajamos a la velocidad de la luz (300.000 km por segundo), nos llevaría catorce mil millones de años ir de un extremo al otro del universo.1 ¿Puedes imaginar al que creó y sostiene tales grandezas tornado en indefenso bebé? ¿Puedes imaginar al que procede “del seno de la aurora” (Sal. 110:3) echado en el muladar del universo? ¿Te preguntas por qué cambió el trono por el pesebre? Porque “toda la creación gime” bajo el efecto del pecado (Rom. 8:22).
En respuesta a ese gemido, el Hijo de Dios, el que ha existido por siempre, eligió encarnarse (Miq. 5:2). Lo hizo para morir. “Por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Heb. 2:14).
El Hijo de Dios se despojó de sus derechos reales y descendió y condescendió con los pecadores. Esto es lo que perdió:
- Su omnipresencia: Se encerró en un cuerpo de solo 100 trillones de células, y redujo su omnipresencia al alcance de los brazos de un bebé. ·
- Su omnisciencia: La mente que contiene los archivos del universo y los secretos del futuro vino a la tierra con la memoria en ceros. ·
- Su omnipotencia: El Todopoderoso se sujetó a un carpintero. ·
- Su poder sustentador: El que sostiene toda forma de vida llegó a
depender de un corazón programado tan solo para un millón de latidos. El sustentador de 40 mil millones de sistemas solares durmió en un pesebre.
Dios se ha sacrificado. Te regala a su Hijo envuelto en piel humana. Es un regalo de sangre, porque es precisamente sangre pulcra y expiatoria lo que necesitas para salvarte, ya que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Heb. 9:22). “Si queremos estudiar un problema profundo, fijemos nuestra mente en la cosa más maravillosa que jamás sucedió en la tierra o en el cielo: la encarnación del Hijo de Dios” —AFC 27.