LA ESPOSA DE POTIFAR
TIENES DUEÑO
Oh alma mía, dijiste a Jehová: Tú eres mi Señor; no hay para mí bien fuera de ti. Salmo 16:2.
Desconocemos su nombre, pero el registro bíblico desnuda su carácter. Ella era la esposa de Potifar, alto funcionario del gobierno y capitán de la guardia de Faraón. Siendo responsable por la seguridad personal del gobernante más prominente de su era, este se ausentaba de su hogar frecuentemente.
La esposa de Potifar vivía rodeada de la pompa correspondiente al alto rango de su esposo. Si era madre, no lo sabemos. Algún vacío había en su corazón.
José era un joven apuesto, sobresaliente por su responsabilidad, su fidelidad y cortesía. Su integridad durante diez años de servicio le había granjeado el afecto de su amo, quien lo trataba más como un hijo que como un esclavo.
No así la señora de Potifar. Inconforme consigo misma, egoísta y manipuladora por naturaleza, poco le afectó el tener dueño; e hizo de José su nuevo objetivo.
Como ella hay tantas que sigilosamente procuran seducir a los hijos de Dios. Con mirada seductora, cuerpo acicalado, fina vestimenta y piel de seda entrampan a los incautos y se abalanzan sobre su presa sin tener en cuenta que Dios las mira desde lo alto. Hay, aun entre quienes profesan ser hijas de Dios, mujeres que olvidan que tienen dueño. Olvidan que tienen un esposo a quien honrar, se olvidan que no son suyas, sino hijas del Rey celestial. Viven esperando el momento para hacer caer a quien descuide su deber para con Dios y para con los hombres.
Amiga, no eres tuya. No te perteneces. Independientemente de tu estado civil, tú tienes dueño. La mujer que reconoce que tiene dueño, que pertenece al Rey del universo, nunca será tropiezo para ningún hijo de Dios. Vive para servirle humildemente. Se reconoce desnuda de fuerza y santidad para hacer lo recto, por lo que jamás se viste a sí misma, sino que acude a Cristo para que él la cubra con el delicado manto de su justicia. Camina al lado de su Acompañante celestial en el fiel cumplimiento de su deber. Tiene respeto propio: entiende que Dios la valoró con el precio de su sangre. No busca lucir su cuerpo. Se aparta del mal. Cuida sus pensamientos. Cuida las avenidas del alma. Es agraciada por fuera, pues Cristo embelleció su corazón y su rostro con el amor celestial. –RL