DIOS ES EL DUEÑO DE TODO CUANTO HOY
«Porque mía es toda bestia del bosque y los millares de animales en los collados». Salmo 50: 10
EL FUNDAMENTO de la integridad comercial y del verdadero éxito es el reconocimiento del derecho de propiedad de Dios. El Creador de todo cuanto hay es el propietario original. Nosotros somos sus mayordomos. Todo lo que tenemos él nos lo ha concedido para que lo usemos según sus indicaciones.
Esta obligación pesa sobre todo ser humano. Se aplica a toda la esfera de la actividad humana. Reconozcámoslo o no, somos mayordomos a quienes Dios ha otorgado talentos y capacidades, y nos ha puesto en el mundo para llevar a cabo la obra asignada por él.
El dinero no es nuestro; ni nos pertenecen las casas, los terrenos, los muebles, los atuendos y los lujos. Tenemos solamente una concesión de las cosas necesarias para la vida y la salud […]. Las bendiciones temporales nos son dadas en cometido, para comprobar si se nos pueden confiar riquezas eternas. Si soportamos la prueba de Dios, recibiremos la posesión adquirida que ha de ser nuestra: gloria, honra e inmortalidad.
Si nuestros hermanos quisieran dedicar a la causa de Dios el dinero que les ha sido confiado o la porción que gastan en complacencias egoístas, depositarían un tesoro en el cielo y harían precisamente la obra que Dios les pide que hagan. Pero como el rico de la parábola, viven suntuosamente [ver Luc. 16: 19]. Gastan abundantemente el dinero que Dios puso bajo su custodia, a fin de que lo usaran para la gloria de su nombre. No se detienen a considerar su responsabilidad ante Dios, ni recuerdan que pronto llegará el día en que habrán de dar cuenta de su mayordomía.
Siempre debemos recordar que en el juicio confrontaremos el registro de qué hicimos con el dinero de Dios. Se gasta mucho en la complacencia propia, en cosas que no nos reportan verdadero beneficio, sino que en realidad nos dañan. Cuando comprendamos que Dios es quien da todo lo bueno y que el dinero es suyo, lo gastaremos sabiamente y conforme a su santa voluntad. No nos regiremos por las costumbres y modas del mundo. No ajustaremos nuestros deseos a sus prácticas, ni permitiremos que nos dominen nuestras inclinaciones.— El hogar cristiano, cap. 60, pp. 351-352.