TE CONOZCO
‘Te puse nombre, mío eres tú” (Isa. 43:1).
Yo era una de las oradoras invitadas al congreso del Ministerio de la Mujer de Hartenbos, en Sudáfrica. La actividad estaba programada para terminar el domingo al mediodía, y yo debía dar mi última charla, por lo que tenía que salir temprano para llegara mi próxima cita, el lunes. Después de mi presentación, solo disponía de media hora para llegar al aeropuerto, que estaba a treinta kilómetros de distancia. Algunas damas me ayudaron a llevar las maletas al automóvil, y nos despedimos. Corrimos al aeropuerto a una velocidad pasmosa. Unos diez minutos después, comencé a reunir mis documentos de viaje, para ahorrar tiempo al llegar al mostrador.
Tenía mi equipaje de mano en mi regazo, y cuando lo abrí para sacar mi cartera, vi que no estaba allí. Pensé que estaría en el maletero del automóvil, ya que mis maletas terminaron siendo arrojadas allí, con el apuro. Buscamos con rapidez un lugar donde estacionar, y comenzamos a buscarla con insistencia; pero ¡tampoco estaba allí! Entonces entendí que debió de haberse quedado unos treinta kilómetros atrás. Llamamos al lugar de reunión, y nos confirmaron que, efectivamente, mi cartera estaba en el asiento donde yo me había sentado durante el congreso.
Corrí hasta donde estaba la recepcionista, ya que solo quedaban diez minutos para que cerraran la puerta de embarque. Intenté lograr que me dejaran subir al avión sin mi documento de identidad. La empleada llamó a su supervisor, pero este le dijo que no era posible. Sin embargo, sugirió que fuera a la oficina de la policía e hiciera una declaración jurada. El agente de policía dijo que no era posible emitir una declaración jurada, si no tenía por lo menos una copia de mi tarjeta de identificación.
Me sentí indefensa. No tenía ningún otro tipo de documento que avalara mi identidad. La persona que me había llevado al aeropuerto estaba dispuesta a hacer una declaración jurada a mi favor, diciendo que le constaba que yo era yo, pero no le permitieron hacerlo. Nadie podía dar fe de quién era yo. Finalmente, pude registrarme con una copia escaneada del pasaporte que tenía en mi computadora.
Al llegar a mi destino, tuve que esperar cuatro horas en el aeropuerto hasta que mi cartera llegara. Entendí el significado de no tener a nadie como testigo. Es posible que muchos en este mundo no nos conozcan o no nos reconozcan; es posible que no tengamos ninguna credencial o tarjeta de identificación. Pero hay un Dios en el cielo que sí nos conoce. Él sabe cuando nos sentamos y nos ponemos de pie; más aún, entiende lo que sentimos. ¡Qué clase de seguridad!
Querido Señor, me regocijo al saber que tú me conoces desde que estaba en el vientre de mi madre.
Caroline Chola