GRACIA
Joven, a ti te digo, levántate. Lucas 7:14.
Sobre una meseta que remata en un barranco se alza Naín, ciudad tan pequeña que entre sus habitantes no puede haber secretos. Ellos comparten todo, la bonanza y el infortunio. Se aman y se respetan pero no tienen paz. Los soldados los visitan cuando quieren y se llevan lo que gustan. Ahora, el invicto enemigo de todos los hombres ha traspuesto sus lindes. Un joven ha muerto. Su madre viuda se ha quedado sola. Nadie hay más digno de compasión en Israel que una viuda pobre.
Camino al sepulcro, las plañideras y los flautistas encabezan la procesión. Unos hombres llevan en hombros el cadáver untado de mirra y áloes, cubierto con un lienzo de lino para que todos puedan verlo. A un lado va la madre, con la vista fija en la nada, donde su único hijo ha ido a parar. La procesión del llanto llega a la puerta de Naín.
De pronto, al salir de un recodo del paisaje tostado por el sol del verano emerge otro grupo, un joven maestro conduciendo una multitud. Lo buscan porque de su boca brota la esperanza, lo siguen porque de sus manos saltan los prodigios. No hay otro camino, y entre Naín y el cementerio se encuentran las dos procesiones, la de la derrota y la de la esperanza, frente a frente, como ha sido siempre, desde que a Adán se le ocurrió pecar y mandarnos al basurero de la nada ya Dios se le ocurrió redimirnos y devolvernos la corona de gloria.
Cesa el llanto fingido de las plañideras, callan las flautas, reina el silencio. El Maestro se acerca a la madre y tiernamente le dice que no llore. Ella lo mira tras su velo de lágrimas. El Maestro se acerca al difunto y hace un ademán que provoca el asombro. Va a tocar el cadáver, se va a contaminar. La ley lo prohíbe. Pero no solamente lo toma de la mano, sino que le habla: “Joven, a ti te digo, levántate” (Luc. 7:14).
El joven se incorpora, mira su mortaja, aspira el aroma de las especias, se toca el rostro, observa a esa gente que lo rodea, a los cargadores que, espantados, lo han bajado a tierra, al Hombre que lo ha despertado del eterno sueño, y se entrega en los brazos de su madre. La vida ha prevalecido. El cortejo de muerte es ahora un cortejo de fiesta, y todos entran en la aldea a celebrar el triunfo de la gracia, la victoria del amor.