EL EVANGELIO ES PARA TODOS
«Y yo, cuando sea levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo». Juan 12: 32
DIOS ES ESPÍRITU, y los que lo adoran, en espíritu y en verdad es necesario que lo adoren» (Juan 4: 24). Este texto presenta la misma verdad que Jesús había revelado a Nicodemo cuando dijo: «Te aseguro que si una persona no nace de nuevo no podrá ver el reino de Dios» (Juan 3: 3, TLA). Para ponernos en contacto con el cielo no necesitamos visitar una montaña santa o un templo sagrado. La religión no ha de limitarse a las formas o ceremonias externas. La religión que proviene de Dios es la única que conducirá a Dios. A fin de servirle como es debido, debemos nacer del Espíritu. Esto purificará el corazón y renovará la mente, nos dará una nueva capacidad para conocer y amar a Dios. Nos inspirará una obediencia voluntaria a todos sus mandamientos. Ese es el verdadero culto. Es el fruto de la obra del Espíritu Santo. Toda oración sincera se formula únicamente por el Espíritu, y Dios acepta tales oraciones. Siempre que un alma anhela a Dios, se manifiesta la obra del Espíritu, y Dios se revelará a esa alma. Él busca adoradores tales. Espera para recibirlos y hacerlos sus hijos e hijas. […]
No debemos estrechar la invitación del evangelio y presentarla solamente a unos pocos elegidos, que, suponemos nosotros, nos honrarán aceptándola. El mensaje ha de proclamarse a todos. Doquiera haya corazones abiertos para recibir la verdad, Cristo está listo para instruirlos. Él les revela al Padre y la adoración que es aceptable para Aquel que lee el corazón. Para los tales, no usa parábolas. A ellos, como a la mujer samaritana al lado del pozo, dice: «Yo soy, el que habla contigo» (Juan 4: 26). […]
El Salvador no aguardaba a que se reuniesen congregaciones. Muchas veces, empezaba sus lecciones con unos pocos reunidos en derredor suyo. Pero uno a uno los transeúntes se detenían para escuchar, hasta que una multitud oía con asombro y reverencia las palabras de Dios pronunciadas por el Maestro enviado del cielo. El que trabaja para Cristo no debe pensar que no puede hablar con el mismo fervor a unos pocos oyentes que a una gran multitud. Tal vez haya uno solo para oír el mensaje; pero, ¿quién puede decir cuán amplia será su influencia? Parecía asunto sin importancia, aun para los discípulos, que el Salvador dedicase su tiempo a una mujer de Samaría. Pero él razonó con ella con más fervor y elocuencia que con reyes, consejeros o pontífices. Las lecciones que le dio han sido repetidas hasta los confines más remotos de la tierra.— El Deseado de todas las gentes, cap. 19, pp. 165-171.