Moisés se quedó a vivir con ese hombre, y él le dio por esposa a su hija Séfora (Éxodo 2:21).
HAY UN VIEJO PROVERBIO QUE DICE: «Detrás de un gran hombre, hay una gran mujer». No sé si este dicho podría aplicarse a todos los grandes hombres que estaban casados, pero sin lugar a dudas se aplicó al hogar que formaron Moisés y Séfora.
A Séfora se la nombra solo tres veces en las Escrituras, y casi podemos afirmar que no tuvo un papel protagónico en el pueblo israelita, pero no siempre la mirada humana coincide con la visión divina. Elena G. White nos habla sobre su personalidad de la siguiente manera: «La esposa de Moisés era de origen madianita, y por lo tanto, descendiente de Abraham. En su aspecto personal difería de los hebreos en que era un tanto más morena. Aunque no era israelita, Séfora adoraba al Dios verdadero. Era de un temperamento tímido y retraído, tierno y afectuoso, y se afligía mucho en presencia de los sufrimientos» ( Patriarcas y profetas , pp. 402-403).
Mientras Moisés lideraba a un pueblo sumamente numeroso y con serios problemas espirituales, Séfora tuvo la sagrada tarea de educar a sus dos hijos: Gerson y Eliezer. La tarea de educar y preparar hijos para la vida, puede parecerles a algunos una actividad de poca importancia o que no tiene mayores dificultades. Sin embargo, para Dios, es una de las tareas más sublimes que puede realizar una mujer. «Si entran en la obra hombres casados, dejando a sus esposas en casa para cuidar a los niños, la esposa y madre está haciendo una obra tan grande e importante como la del esposo y padre. Mientras él está en el campo misionero, ella es, en el hogar, una misionera cuyos cuidados, ansiedades y cargas exceden con frecuencia a las del esposo y padre. Es importante y solemne su obra de amoldar la mente y el carácter de sus hijos, de prepararlos para ser útiles aquí e idóneos para la vida futura e inmortal […] si ella trabaja para los mejores intereses de su familia, tratando de amoldar su carácter según el modelo divino, el ángel registrador escribe su nombre como el de una de las mayores misioneras del mundo» (Elena G. de White, Testimonios para la iglesia, t. 5, p. 560).
¡Qué estímulo da saber que Dios mira y aprueba toda tarea abnegada que realizamos! Quizás en este mundo nadie note el esfuerzo de tu trabajo y hasta parezca que a nadie le importa. Pero la visión divina nos muestra que toda actividad hecha con amor, no carecerá de recompensa.