“Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32).
Hace dos años adopté a un abuelo. Su nombre es Douglas, tiene ochenta años y vive a dos cuadras de mi casa. A Douglas le gusta cocinar y tiene un jardín magnífico, con dalias y cestas colgantes con frutillas. Lo visito cada jueves, después de trabajar. Douglas me espera con el té listo y la puerta entreabierta. Entro sin golpear y anuncio: “Douglas, ¡ya estoy en casa!” Él sale de la cocina y me da un fuerte abrazo.
Cada vez que veo la puerta entreabierta, pienso lo mismo: ¡Dios es así? Sé que soy bienvenida en la casa de Douglas y en la casa de Dios. Dios me está preparando un lugar, así como Douglas prepara el té. ¡Dios es así!
Lamentablemente, en vez de esta imagen de amor y bienvenida, muchas de nosotras hemos crecido con ideas distorsionadas y alienantes acerca de Dios. Muchas crecimos con miedo, pensando que Dios es una especie de policía de tránsito celestial que espera que nos equivoquemos para darnos una multa. Obviamente, es muy difícil amar a un ser que nos aterra. Podemos obedecer por temor al castigo, pero el amor requiere confianza.
El psiquiatra cristiano Timothy Jennings, en su libro The God-Shaped Brain [El cerebro moldeado por Dios], utiliza la neurociencia para demostrar que las ideas que tenemos acerca de Dios reconfiguran nuestro cerebro. Creer y meditar en un Dios de amor, según él, “se ha asociado con crecimiento en la corteza prefrontal […] y el subsecuente aumento en la capacidad para sentir empatía, simpatía, compasión y altruismo. En otras palabras, adorar a un Dios de amor estimula el cerebro a crecer y sanar ”. Por otro lado, si adoramos a un dios tirano, punitivo o distante, “los circuitos del miedo se activan, y si no son calmados, resultan en una inflamación crónica y daño tanto al cerebro como al cuerpo”, agrega. Las ideas que tenemos con respecto a Dios no son inofensivas.
La buena noticia es que Jesús vino al mundo a desbaratar todas las ideas distorsionadas que tenemos acerca de Dios. Es por esto que Jesús dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14: 9); y también dijo: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32). El amor nos libera del miedo. Cuando Jesús extendió sus manos y dejó que fueron perforadas en la cruz, el escrito con su sangre fue irrefutable: “Prefiero morir que vivir sin ti”.
Señor, quiero que tu perfecto amor desaloje cualquier idea equivocada que tengo con respecto a ti. En tu amor no hay temor.