LIBERACIÓN
“Y ustedes, padres, no hagan enojar a sus hijos, sino críenlos según la disciplina e instrucción del Señor” (Efe. 6: 4).
Noté que él siempre estaba solo. No pronunció una palabra, ni una, por un largo período de tiempo. ¿Quién es este niño?, me preguntaba. ¿Qué hacía en esta cárcel, entre todos estos hombres mayores? Había una institución para adolescentes. ¿Por qué él estaba aquí? ¿Por qué nunca asistía a las sesiones de aconsejamiento? No podía sacarle los ojos de encima.
Un día, uno de los hombres más grandes habló con él y, tomándolo de la mano, lo trajo a uno de los grupos de aconsejamiento. El niño fue con él dócilmente y se sentó. No mucho después, pidió una Biblia. Le di una y la abrazó sobre su corazón. Muchos de los otros hombres me dijeron después que la llevaba con él a todas partes. Cuando salían al patio, mientras los demás jugaban a la pelota, él buscaba un rincón tranquilo y leía su Biblia. Pasó muchos meses tras las rejas.
Finalmente, su caso compareció ante el juez. Por supuesto, él debió de haber estado asustado. Temprano a la mañana, cuando el oficial fue a buscarlo, lo encontró sobre sus rodillas, sujetando la Biblia con fuerza y orando. El juez lo miró con compasión, cuando se sentó en la sala de audiencias al lado de su abogado. Aquí estaba, un niño de catorce años. El abogado lo instó a sacarse la camisa y mostrar la espalda al tribunal. El rostro del juez empalideció, porque la espalda del niño tenían tantas cicatrices entrecruzadas que no se veía ni un poco de su piel natural. Cuando el juez recuperó la compostura, le dijo, con lágrimas en los ojos: “Ponte la camisa y vete a casa”. Me dijeron que no había un par de ojos secos en aquella sala.
La historia era que el padre del niño, un alcohólico que llegaba ebrio a su casa cada sábado por la noche, lo golpeaba a él y a su madre sin misericordia. Una noche, cuando su padre estaba a punto de matar a su madre por tanta brutalidad, el niño tomó un cuchillo de cocina y mató a su padre de una puñalada. Su madre terminó en el hospital y él, en la cárcel.
Se encontró solo, asustado y encarcelado. No habló con nadie hasta que pidió la Biblia, que leyó constantemente. Se reencontró con su madre y la animó a ir juntos a la iglesia. Ahora son fieles al Señor, quien les dio liberación. Den gracias al Señor, porque él es bueno; su gran amor perdura para siempre.
DAISY SIMPSON