“Y hasta la vejez yo mismo, y hasta las canas os soportaré yo; yo hice, yo llevaré, yo soportaré y guardaré” (Isaias 46:4).
En cierta ocasión, me tocó acompañar y cuidar a una tía bisabuela que tenía más de noventa años. Llevaba sus años muy bien, se la veía fuerte y estaba completamente lúcida. Siempre la había caracterizado su espíritu alegre y bondadoso, su actividad constante, su dieta saludable, su trabajo en la huerta, su amor a Dios y su servicio a los demás. Sin predicarme muchos sermones, me había enseñado mucho acerca de una vida de temperancia, y su longevidad era testimonio de eso.
Sin embargo, debo confesar que en esa ocasión me pregunté qué sentido tenía llegar a una edad tan avanzada y depender del cuidado de otras personas. Sentía que mi pregunta (aunque interna) era irreverente, y durante todo el día medité en eso. Pero, al despedirme, cuando me abrazó con sus brazos flacos y fuertes, y me sonrió en silencio con esa sonrisa española pícara y amorosa, entendí que hay personas que simplemente con existir son un testimonio enorme de vida, y que brillan aún más cuando ya no pueden hablar, caminar o hacer otras cosas.
Le agradecí a Dios por ese día y supe que mi pregunta había sido muy necesaria para valorar más a los ancianos. Desde ahí, me propuse ser más atenta con ellos.
Años después, me encontré con otra ancianita que, al enterarse de mi apellido, enseguida me preguntó si conocía a María. Efectivamente, María era la tía que había cuidado aquella vez. Y ahora esta mujer me contaba que, cuando era muy jovencita, sus padres no tenían mucho dinero. Un día María le preguntó si podía ayudarla en algo y además le ofreció un vestido. Cuando lo vio, notó que era pequeño y que no le iba a servir, pero su mamá, que era más menudita, podría usarlo. Contenta con el regalo, llegó a su casa y le dijo a su mamá: “A que no sabes qué tengo para ti”. Sorprendidísima, la oyó decir: “Un vestido azul”. ¡Era exactamente eso! Su madre había orado específicamente por eso, y Dios había respondido su oración.
Puede no haber una relación muy estrecha entre los dos relatos, pero Dios definitivamente reforzó mi fe con ambas ancianas, y estoy segura de que tiene muchísimo para enseñarnos por medio de las personas mayores.
Busca un anciano con quien puedas hablar hoy, y proponte interesarte y escuchar de verdad. Seguramente el intercambio será riquísimo.