COMPARTIR LA GLORIA DE JESÚS
«Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo esté, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado». Juan 17: 24
LA RESURRECCIÓN y la ascensión de nuestro Señor constituyen una evidencia segura del triunfo de los santos de Dios sobre la muerte y el sepulcro, y una garantía de que el cielo está abierto para quienes lavan las vestiduras de su carácter y las emblanquecen en la sangre del Cordero. Jesús ascendió al Padre como representante de la familia humana, y allí llevará Dios a los que reflejan su imagen para que contemplen su gloria y participen de ella con él.
Hay mansiones para los peregrinos de la tierra. Hay vestiduras, coronas de gloria y palmas de victoria para los justos. Todo lo que nos dejó confundidos en los dictámenes de Dios quedará aclarado en el mundo venidero. Las cosas difíciles de entender hallarán entonces su explicación. Los misterios de la gracia nos serán revelados. Donde nuestras mentes finitas discernían solamente confusión y promesas quebrantadas, veremos la más perfecta y hermosa armonía. Sabremos que el amor infinito ordenó los incidentes que nos parecieron más penosos. A medida que comprendamos el tierno cuidado de Aquel que hace que todas las cosas obren simultáneamente para nuestro bien, nos regocijaremos con gozo inexpresable y rebosante de gloria. […]
Aún estamos en medio de las sombras y el torbellino de las actividades terrenales. Reflexionemos con entusiasmo en el bienaventurado más allá. Que nuestra fe penetre a través de toda nube de tinieblas, y contemplemos a Aquel que murió por los pecados del mundo. Abrió las puertas del paraíso para todos los que le reciban y crean en él. Les da la potestad de llegar a ser hijos e hijas de Dios. Permitamos que las aflicciones que tanto nos apenan y agravian sean lecciones instructivas que nos enseñen a avanzar hacia el blanco del premio de nuestra alta vocación en Cristo. Sintámonos alentados por el pensamiento de que el Señor vendrá pronto. Alegre nuestro corazón esta esperanza. «Porque aún un poco y el que ha de venir vendrá, y no tardará» (Heb. 10: 37). Bienaventurados son aquellos siervos que, cuando venga su Señor, sean hallados velando.
Vamos de vuelta al hogar. El que nos amó al punto de morir por nosotros, nos ha edificado una ciudad. La Nueva Jerusalén es nuestro lugar de descanso. No habrá tristeza en la ciudad de Dios. Nunca más se oirá el llanto ni el lamento de las esperanzas destrozadas y de los afectos rotos.- Testimonios para la iglesia, t. 9, pp. 227-228.