MARÍA DE NAZARET
MADRE BIENAVENTURADA
Entrando el ángel en donde ella estaba, dijo: ¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres. Lucas 1:28.
Cuando la Majestad del cielo llegó en la forma de una criatura y le fue confiada a María, ella no tenía mucho que ofrecer por ese precioso don. No podía presentar exóticos presentes, como los sabios de oriente que fueron a Belén. Solo llevó un par de tórtolas, la ofrenda indicada para los pobres; pero el Señor la consideró un sacrificio aceptable. La madre de Jesús no fue rechazada debido a la pequeñez de su ofrenda, porque el Señor mira la voluntad del corazón. Su amor la transformó en una dulce ofrenda. De la misma manera, Dios aceptará nuestra ofrenda aunque sea pequeña, si es todo lo que con amor podemos ofrecerle.
El sacerdote cumplió la ceremonia oficial. Tomó al niño en sus brazos, y lo sostuvo delante del altar. Después de devolverlo a su madre, inscribió el nombre “Jesús” en el rollo de los primogénitos. No sospechó, al tener al niñito en sus brazos, que se trataba de la Majestad del cielo, el Rey de gloria… Pero el que estaba en los brazos del sacerdote era mayor que Moisés; y cuando dicho sacerdote registró el nombre del niño, registró el nombre del que era el fundamento de toda la economía judaica.
María esperaba el reinado del Mesías en el trono de David, pero no veía el bautismo de sufrimiento por cuyo medio debía ganarlo. Simeón reveló el hecho de que el Mesías no iba a encontrar una senda expedita por el mundo. En las palabras dirigidas a María: “Una espada traspasará tu misma alma” (Lucas 2:35), Dios, en su misericordia, dio a conocer a la madre de Jesús la angustia que por él ya había empezado a sufrir.
El niño Jesús no recibió instrucción en las escuelas de las sinagogas. Su madre fue su primera maestra humana. De labios de ella y de los rollos de los profetas, aprendió las cosas celestiales. Las mismas palabras que él había hablado a Israel por medio de Moisés, le fueron enseñadas sobre las rodillas de su madre. Y al pasar de la niñez a la adolescencia, no frecuentó las escuelas de los rabinos. No necesitaba la instrucción que podía obtenerse de tales fuentes, porque Dios era su instructor. —Elena G. de White, HD, 49, 50