«Si tú dispones tu corazón, y tiendes hacia Dios las manos; si alguna iniquidad hay en tus manos, pero la apartas de ti, y no consientes que more en tu casa la injusticia, entonces levantarás tu rostro limpio de mancha, serás fuerte y nada temerás.» Trabajo 11:13-15
Uno de los recuerdos que me acompañan desde mi infancia tiene que ver con mi padre. Por las mañanas, nada más levantarse, se acercaba al grifo del lavabo y echaba agua en sus dos manos formando un cuenco. Acercaba su cara y se la limpiaba mientras hacia burbujas muy sonoras. Aún se mantiene en mi memoria ese resoplar intermitente y gorgojeante. Muchas veces lo imité y lo imito, sobre todo en esos días de intenso calor veraniego. No solo me agrada repetir esa tradición familiar, sino sentir el frescor en la cara. Me resulta casi simbólico, como si dejara todo lo cansino atrás y comenzase de nuevo lo que sea necesario.
La sociedad nos acalora con sus presiones y demandas, nos ofrece opciones que nunca nos satisfacen. Necesitamos el frescor de Cristo en nuestras vidas. Como dice Elena G. White: «La misma Inteligencia divina que obra en las cosas de la naturaleza habla al corazón de los hombres, y crea en él un deseo indecible de algo que no tienen. Las cosas del mundo no pueden satisfacer su ansia. El Espíritu de Dios les suplica que busquen las únicas cosas que pueden dar paz y descanso: la gracia de Cristo y el gozo de la santidad. Por medio de influencias visibles e invisibles, nuestro Salvador está constantemente obrando para atraer el corazón de los hombres y. llevarlos de los vanos placeres del pecado a las bendiciones infinitas que pueden obtener de él. A todas esas almas que procuran vanamente beber en las cisternas rotas de este mundo, se dirige el mensaje divino: “El que tiene sed, ¡venga! ¡Y el que quiera, tome del agua de la vida, de balde!”» (El camino a Cristo, p. 27).
Las condiciones de Dios son bien sencillas. Primero, disponer el corazón. Sin el corazón en el lugar correcto, todo son formalidades. Segundo, ponerse manos a la Obra. No a nuestras pequeñas y limitadas obras, sino a la Obra. Tercero, dejar a un lado los pecados que obstaculizan nuestro camino, haciéndonos tropezar. Cuarto, sacar lo injusto de nuestro entorno. Si pretendemos justicia hemos de ser coherentes y vivir en ella. Y después del burbujeo espiritual, el frescor.
Me gusta caminar por la vida con la cara limpia y el alma fresca. No solo es higiénico sino revitalizante. No dejes de probarlo, es toda una experiencia.