JUAN SEBASTIÁN BACH
Me complace hacer tu voluntad, Dios mío, pues tus enseñanzas están escritas en mi corazón. Salmo 40:8.
Reinaba el silencio aquella noche gélida de 1685 en casa de Cristóbal Bach, en Ohrdruf, Alemania. El pequeño Sebastián -de diez años de edad- permanecía despierto recordando días felices antes de la muerte de papá y mamá. Su hermano mayor, de 24 años, simplemente no comprendía lo mucho que significaba para él la música. ¿Por qué insistía Cristóbal en que siguiera tocando las piezas fáciles? ¡Eran tan aburridas! Él quería tocar la música de los grandes maestros, que su hermano guardaba bajo llave en el armario.
Sebastián hizo a un lado las frazadas y se dirigió sigilosamente hacia las escaleras. Bajó por ellas cuidadosamente en la oscuridad, y se acercó a tientas hasta el armario. Trepándose en una silla, introdujo la manita entre los barrotes de hierro, enrolló el libro lo mejor que pudo y lo sustrajo del armario por la pequeña abertura.
Con el libro bien apretado contra su pecho, Sebastián se dirigió a su recámara. Puso el libro sobre la percha de la ventana para poder ver la música al resplandor de la luna y comenzó a copiar el libro nota por nota. Trabajaba de esta manera, un poquito cada noche, y regresaba el libro a su lugar antes del amanecer. Tardó seis meses en copiarlo.
Al día siguiente de haber terminado su tarea, esperó a que su hermano se fuera a la iglesia antes de sentarse al clavicordio a practicar. Pasados tres días de práctica secreta, Cristóbal regresó repentinamente y entró en la habitación.
-¿Qué significa esto? -preguntó airado-. ¡Así que tomaste el libro y copiaste la música! ¡ Dame esa copia!
-¡No! ¡Es mi música! ¡No me la puedes quitar! -se resistía Sebastián, cubriendo la copia con sus manitas.
Su hermano finalmente le arrebató el libro y salió de la habitación.
Al otro día, Sebastián se sentó en el banquito del clavicordio y miraba el atril vacío. Cerró los ojos y arrugó la frente en un esfuerzo por concentrarse, tratando de recordar las hermosas melodías. Colocó sus dedos sobre el teclado y comenzó a tocar. Se le iluminó el rostro mientras esbozaba una gran sonrisa. Ya no había razón para sentirse triste: la bella música se había fijado en su memoria, de donde nadie se la podría quitar.
¿Qué harías tú si alguien te quitara la Biblia? ¿Te sentirías triste? ¿O estarías contento de saber que tienes tantos versículos guardados en tu memoria? Cuando la Palabra de Dios esté bien atesorada en tu corazón, jamás te la podrán arrebatar.