PODER EN LA IGLESIA
«Pero cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, recibirán poder». Hechos 1: 8, NV1
CUANDO ÉL [el Espíritu de verdad] venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio» (Juan 16: 8). La predicación de la palabra sería inútil sin la continua presencia y ayuda del Espíritu Santo. Este es el único maestro eficaz de la verdad divina. Únicamente cuando la verdad vaya al corazón acompañada por el Espíritu revitalizará la conciencia o transformará la vida. Uno podría presentar la letra de la Palabra de Dios, estar familiarizado con todos sus mandamientos y promesas; pero a menos que el Espíritu Santo grabe la verdad, ninguna alma caerá sobre la Roca y será quebrantada. Ningún grado de educación ni ventaja alguna, por grande que sea, puede hacer de uno un conducto de luz sin la cooperación del Espíritu de Dios.
La siembra de la semilla del evangelio no tendrá éxito a menos que esa semilla sea vivificada por el rocío del cielo. Antes de que un solo libro del Nuevo Testamento fuese escrito, antes de que se hubiera predicado un sermón evangélico después de la ascensión de Cristo, el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles que oraban. Entonces el testimonio de sus enemigos fue: «han llenado a Jerusalén con sus enseñanzas» (Hech. 5: 28, NVI).
Cristo prometió el don del Espíritu Santo a su iglesia, y la promesa nos pertenece a nosotros tanto como a los primeros discípulos. Pero como toda otra promesa, nos es dada bajo condiciones. Hay muchos que creen y profesan aferrarse a la promesa del Señor; hablan acerca de Cristo y acerca del Espíritu Santo, y sin embargo no reciben beneficio alguno. No entregan su alma para que sea guiada y regida por los agentes divinos. No podemos emplear al Espíritu Santo. El Espíritu ha de emplearnos a nosotros. Por el Espíritu obra Dios en su pueblo «así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Fil. 2: 13). Pero muchos no quieren someterse a eso. Quieren manejarse a sí mismos. Esta es la razón por la cual no reciben el don celestial.
Únicamente a aquellos que esperan humildemente en Dios, que velan para tener su dirección y gracia, se da el Espíritu. El poder de Dios aguarda que ellos lo pidan y lo reciban. Esta bendición prometida, reclamada por la fe, trae todas las demás bendiciones en su estela. Se da según las riquezas de la gracia de Cristo, y él está listo para proporcionarla a toda alma según su capacidad para recibirla.
En su discurso a los discípulos, Jesús no hizo alusión aflictiva a sus propios sufrimientos. Su último legado a ellos fue un legado de paz. Dijo: «La paz les dejo; mi paz les doy» (Juan 14: 27, NVI). —El deseado de todas las gentes, cap. 73, pp. 641-642.