VIVIR PARA PERDONAR
«El funcionario se arrodilló delante del rey, y le rogó: “Tenga usted paciencia conmigo y se lo pagaré todo”. Y el rey tuvo compasión de él; así que le perdonó la deuda» (Mat. 18:26-27).
El viento mañanero del mes de noviembre entraba por mi ventana mientras yo pensaba en cómo iba a hacer para cocinar tantos tamales. Decidí pedir ayuda a una vecina y amiga mía, que me dijo:
-Claro, Patricia, con mucho gusto te presto mi olla tamalera.
Aquella olla era mi salvación. La puse al fuego y, al instante, alguien tocó a la puerta. Fui a abrir y entablé una conversación de las mías, olvidando por completo que el fuego estaba al máximo y calentando no una olla mía, sino una finísima y carísima olla de mi vecina. Cuando regresé, aquel fuego inclemente había coloreado el impecable disco de la olla con tonos tornasoles, amarillentos y… vaya, sencilla y rotundamente, quemados. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando me puse a pensar en lo cara que era aquella olla.
Pasó una semana, y dos semanas… y mi silencio y yo nos ocultábamos de la vecina. No sabía cómo hacerle frente a la situación, y me acordaba de ese pasaje bíblico de Mateo 18:23-35, la parábola del funcionario que no quiso perdonar. El funcionario tenía una deuda tan inmensa con el rey, que ni vendiéndose a sí mismo como esclavo, junto con toda su familia, podría pagarla. Aquel hombre debía «diez mil talentos»; eso era como 216 toneladas de plata. En tiempos bíblicos, 80 monedas de plata equivalían al salario de 240 días, lo cual deja entrever que la deuda del pobre hombre era simplemente impagable: millones y millones de dólares de hoy en día. Pero aquel hombre imploró al rey y este decidió perdonarlo. Yo recibí la misma bendición de mi vecina, la dueña de la olla. Estas fueron sus palabras perdonadoras:
-Patricia, hace semanas le pedí un carretillo al vecino y lo dañé, así que sé cómo te sientes. Pero ese hombre me perdonó y no aceptó que yo le comprara otro. Por eso ahora yo quiero perdonarte a ti.
¡Qué maravilloso sentirse perdonada! Y cómo esta experiencia me conecta con la realidad de nuestra deuda espiritual: nada de lo que hagamos podrá pagar el perdón que nos ofrece Jesucristo. Simplemente hemos de aceptarlo y perdonar abiertamente a quienes nos deban algo (ver Mat. 18:35). A veces, lo que hace falta, es perdonarse una misma.