Jueves 29 de diciembre. Matutina para adultos – “La última palabra”
«Hendió una roca y brotó agua, como un río fluyó por el desierto. Se acordó de su santa promesa, la que había hecho a Abrahán, su siervo, y con gozo liberó a su pueblo, con regocijo a sus elegidos”. Salmo 105: 41-43, LPH
¡POBRE MOISÉS! Durante cuarenta años largos y agotadores viene siendo tanto niñera como dirigente de una congregación de niños. Lleva cuarenta años rogando al Señor que, por favor, dé al pueblo una nueva oportunidad: «si no, bórrame del libro que has escrito» (Éxo. 32: 32). Y ahora, en la frontera misma de la tierra prometida, el jefe pierde los papeles, se desmorona y, en un abrir y cerrar de ojos, oye la sentencia divina: «No pasarás allá» (Deut. 34: 4). En su discurso de despedida, Moisés cuenta a los hijos de Israel que rogó a Dios que revocase el veredicto, hasta que, por fin, Cristo no pudo aguantar más. Cuando tu hijo llora, también te rompe el corazón. «No me hables más de este asunto» (Deut. 3: 26).
Moisés está de pie ante su pueblo por última vez. Con los brazos extendidos ante aquel mar de rostros, sus últimas palabras son una promesa inolvidable para los elegidos de todos los tiempos: «¡Bienaventurado tú, Israel! ¿Quién como tú, pueblo salvado por Jehová? Él es tu escudo protector, la espada de tu triunfo. Así que tus enemigos serán humillados, y tú pisotearás sus lugares altos» (Deut. 33: 29). Y entonces el varón de Dios se aparta lentamente de los que han sido su vida y, completamente solo, empieza el ascenso final a su última montaña. Allí, en la cima del monte Nebo, el Señor le mostró toda la tierra; después Moisés falleció y el Señor lo enterró, pero «hasta la fecha nadie sabe dónde está su sepultura» (ver Deut. 34: 1-6, NVI); nadie, por supuesto, salvo Dios, que nunca olvida dónde están sus amigos.
Un día, en el canal History del cielo, quiero ver la repetición divina del momento vertiginoso de Judas 9, cuando la Misericordia llegó desde el salón del trono del universo para emplazar a alguien. Imponente, sobre los restos polvorientos de su fiel amigo, se alza el Cristo reencarnado, vestido en la ardiente luz blanca de la eternidad. Levanta las manos. Los ángeles que lo han acompañado y Lucifer con sus demonios, que inútilmente han intentado resistirlo, observan todos con los ojos como platos, porque nadie en la historia galáctica ha contemplado aun lo que está a punto de suceder. Se oye un grito triunfante: «Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos» (Efe. 5: 14). Y «en un abrir y cerrar de ojos» (1 Cor. 15: 52), ante un universo que ha aguantado la respiración, tiembla el polvo que cubre la montaña y, de repente, Moisés es: ¡joven y para siempre! Y en el subsiguiente alborozo extático, mientras Cristo y el amigo se abrazan, el universo se inclina maravillado ante la resplandeciente verdad de que ¡ni siquiera la muerte puede impedir la entrada de los elegidos a la tierra prometida! Bendito sea el Dios que siempre tendrá la última palabra.