Viernes 10 de febrero. Matutina para adultos – “La historia de Belén”
«Que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor». Lucas 2: 11
EL CIELO Y LA TIERRA no están más lejos hoy que cuando los pastores oyeron el canto de los ángeles. Hoy en día la humanidad sigue recibiendo el llamado celestial tanto como cuando las personas comunes, de ocupaciones ordinarias, se encontraban con los ángeles al mediodía, y hablaban con los mensajeros celestiales en las viñas y los campos. Mientras recorremos las sendas humildes de la vida, el cielo puede estar muy cerca de nosotros. Los ángeles de los atrios celestes acompañarán los pasos de aquellos que sigan las órdenes de Dios.
La historia de Belén es un tema inagotable. En ella se oculta la «¡profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios!» (Rom. 11:33). Nos maravilla el sacrificio realizado por el Salvador al cambiar el trono celestial por el pesebre, y la compañía de los ángeles que le adoraban por la de las bestias del establo. La presunción y el orgullo humanos quedan reprendidos en su presencia. Sin embargo, aquello no fue sino el inicio de su maravillosa condescendencia. Habría sido una humillación casi infinita para el Hijo de Dios revestirse de la naturaleza humana, aun cuando Adán poseía la inocencia del Edén. Pero Jesús aceptó la humanidad cuando la especie se hallaba debilitada por cuatro mil años de pecado. Como cualquier ser humano, aceptó los efectos de la gran ley de la herencia. Y la historia de sus antepasados terrenales demuestra cuáles eran aquellos efectos. Pero él tomó nuestra naturaleza para compartir nuestras penas y tentaciones, y darnos el ejemplo de una vida sin pecado.
En el cielo, Satanás había odiado a Cristo por la posición que ocupaba en las cortes de Dios. Lo odió aún más cuando se vio destronado. Odiaba a Aquel que se había comprometido a redimir a una raza de pecadores. Sin embargo, a ese mundo donde Satanás pretendía dominar, Dios permitió su Hijo descendiera, como niño impotente, sujeto a la debilidad humana. Le dejó arrostrar los peligros de la vida que todo ser humano debe afrontar, pelear la batalla como la debe pelear cada hijo de la familia humana, aun a riesgo de sufrir la derrota y la pérdida eterna. […]
Pero Dios entregó a su Hijo unigénito para que enfrentase un conflicto más acerbo y a un riesgo más espantoso, a fin de asegurar la senda de la vida para nuestros peque- ñuelos. «En esto consiste el amor» (1 Juan 4:10). ¡Maravíllense, cielos! ¡Asómbrate, oh tierra! —El Deseado de todas las gentes, cap. 4, pp. 32-33.