Domingo 25 de septiembre. Matutina para adultos – Hazlo, y punto – 5
«Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe y el eunuco no lo vio más; y siguió gozoso su camino. Pero Felipe se encontró en Azoto; y, al pasar, anunciaba el evangelio en todas las ciudades». Hechos 8: 39, 40
¿Cuál es el último principio para compartir tu fe de manera efectiva según el relato de Felipe y el eunuco etíope? Este:
Principio 7. Mantente listo a darte la vuelta y volver a empezar. La que le ocurrió a Felipe pone de manifiesto la enseñanza de Jesús: «A todo el que tiene, se le dará» (Luc. 19: 26). Eso explica por qué algunas personas siguen encontrando nuevas oportunidades de dar testimonio doquier van. No es que, de alguna forma, sean mejores que el resto de nosotros. Es, simplemente, que siguen poniéndose a disposición del Espíritu, el cual, como un buen empresario, elige invertir su tesoro en los que sistemáticamente producen dividendos, no en lo que se niegan a invertir lo que tienen.
Entonces, ¿qué tal si empezáramos cada día con esta humilde y sencilla oración: «Oh Dios, hoy te ofrezco mi vida y mi testimonio. Envíame a alguien que necesite conocer a Jesús y su verdad, o envíame a mí a esa persona. Amén»? Recuerda que compartir tu fe no se basa en tu capacidad, sino en tu disponibilidad. Esta oración en silencio al comienzo del día es simplemente un anuncio al Dios del universo de que si hay alguno de sus hijos de la tierra que necesite conocer a Jesús y su verdad, tú declaras: «Heme aquí, envíame a mí» (Isa. 6: 8). «No tengo ni idea de quiénes son ni de lo que necesitan, pero tengo la promesa de Jesús de que tu Espíritu traerá a mí instantáneamente las palabras que necesitas que yo diga en ese momento. Y, por eso, por la autoridad de tu llamamiento y su promesa, me pongo a tu disposición hoy».
Cuando me adentro en el día acordándome de elevar esta oración —y déjame que pulse el botón de pausa aquí: Confieso que hay días en que es lo más alejado de mi pensamiento, cuando todo lo que quiero es que me toque un asiento solitario en el avión sin ninguna interrupción o cuando todo lo que pienso es en cumplir mi agenda antes de que llegue la noche—. Pero cuando me acuerdo de ofrecerme a Dios como testigo suyo, ¡la gente con la que me encuentro y las historias que se producen me sorprenden aun a mí! Hace unos días, al comienzo de la mañana, elevé esa oración y, en un vuelo entre Chicago y Los Ángeles retrasado por la nieve, me senté junto a una desconocida que se desahogó conmigo contándome su experiencia de fe. Al acabar nuestra conversación, observó: «Alguien se aseguró de que perdiera mi vuelo para que pudiéramos charlar». Gracias a esa oración, yo supe quién era ese Alguien.