Domingo 30 de octubre. Matutina para adultos – “El Subastador divino”

Domingo 30 de octubre. Matutina para adultos – “El Subastador divino”

«Y dijo a Jesús: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. Entonces Jesús le dijo: «De cierto te digo que […] estarás conmigo en el paraíso”». Lucas 23: 42, 43

LOS QUE SUELEN ACUDIR a subastas me dicen que es mejor permanecer inmóvil cuando uno se sienta para participar en esa ruidosa venta. Si te rascas la cabeza o tan solo estiras el meñique, el subastador, con ojos de lince, puede captar tu movimiento y declarar la mercancía «¡Vendida!» a ti en el acto. ¿Es Dios también así?

En una ocasión tuve una feligresa amistosa que llamaba de vez en cuando para interesarse por cómo nos iba. Los sábados ella y su familia me saludaban. Pero al cabo de un tiempo sus llamadas empezaron a producirse de noche muy tarde. Y luego sus palabras se volvieron más incoherentes. Unos sábados después, cuando, siguiendo la fila de gente que me saludaba, llegó hasta mí, se percibía en su aliento un fuerte olor a enjuague bucal. La siguiente semana salí hacia su casa en mi automóvil. Estaba fuera en su jardín, y nos quedamos allí un rato. Entonces pregunté: «¿Cuánto tiempo lleva usted luchando con la bebida?». Bajó su mirada al suelo, y asintió con la cabeza. Hablamos de Alcohólicos Anónimos y del poder de Dios para librarla y de su perdón misericordioso, y después de la oración me marché. Las llamadas a medianoche fueron distanciándose. Pero yo me preguntaba cómo iría la cosa. Un domingo por la tarde llamó su marido y me dijo que estaba ingresada en la unidad de cuidados intensivos del hospital por insuficiencia hepática por el alcohol. El pronóstico no era bueno; sus hijos venían en avión. ¿Podía acudir yo? Entré aprisa en su habitación. Débil y cansada, ella no podía hablar mucho. Oramos los tres. No mucho después, falleció.

La familia solicitó un oficio fúnebre privado en el cementerio. Se me acercó uno de los hijos: «Creemos que usted debería saber cómo murió mamá». Después de que hubo entrado en coma, hubo un momento por la noche en que recobró el conocimiento. Viendo a sus hijos alrededor, susurró: «¿Me podrías cantar los cánticos de Jesús?». Y así lo hicieron, con lágrimas en los ojos. La madre esbozaba una sonrisa mientras escuchaba. Poco después volvió a quedar inconsciente y falleció. Pero en la petición que hizo cuando agonizaba de oír una vez más los cánticos de Jesús, su familia halló mucho consuelo.

Y también yo, mientras volvía a casa en mi automóvil desde su tumba. Podía imaginarme al divino Subastador, agachado junto a ella, observando la más leve señal de que en su hora undécima su hija quisiera su salvación. Y cuando ella levantó, por así decirlo, su meñique hacia el cielo, él gritó con un gozo que nunca entenderemos del todo: «¡Vendido, a mi hija en la cama del hospital!». Igual que el ladrón en la cruz. ¿Es de extrañar que el paraíso vaya a estar tan lleno? ¿Y es de extrañar que nuestra misión sea tan urgente?

 

Radio Adventista

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