Sábado 26 de noviembre. Matutina adultos – Una historia de dos Saúles – 3
«Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en insultos, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte». 2 Corintios 12: 10
¿HAS SUPLICADO Y ROGADO a Dios en alguna ocasión que quite algo de tu corazón, de tu cuerpo, de tu vida sin que lo hiciera? Entonces conoces la profundidad apasionada que subyace a la admisión de Pablo de que en tres ocasiones diferentes «he rogado al Señor que lo quite de mí» (2 Cor. 12: 8).
Obviamente, no se trató de oraciones rápidas al estilo del «Ahora me acuesto a dormir» que los niños recitan antes de saltar a la cama; aquellos tres momentos de oración fueron súplicas para que Jesús le quitara el problema.
Dadas mis propias batallas, hallo consuelo en saber que Pablo luchó con las mismas debilidades: «La vida del apóstol Pablo fue un constante conflicto consigo mismo. […] Su voluntad y sus deseos estaban en conflicto constante con su deber y con la voluntad de Dios. En vez de seguir su inclinación, hizo la voluntad de Dios, por mucho que tuviera que crucificar su naturaleza» (El ministerio de curación, p. 324). Y, dado que este, el mayor de los cristianos de todos los tiempos, batalló con el yo, Dios permitió en la vida de Pablo —igual que permite en la nuestra— lo que Pablo deseaba vivamente que no estuviera en su vida. Esta es la dura senda de sufrimiento de la humildad. Porque una cosa es abrazar el fracaso cuando uno es la causa de su propio fracaso: lo abrazas y aprendes de él. Pero otra muy distinta es abrazar el sufrimiento que soportamos permitido intencionalmente por Dios para llevarnos hasta una mayor profundidad en la cualidad divina de la humildad.
No puedo entrar en la habitación de hospital en la que estás ingresado y decirte que estás sufriendo porque Dios ha decidido hacerte más humilde. Ello sería ridículo y posiblemente muy falso. El sufrimiento es causado no por Dios, sino por el «mensajero de Satanás» (2 Cor. 12: 7) (Jesús dijo: «Un enemigo ha hecho esto» [Mat. 13: 28]). Pero puedo entrar en mi propia habitación de sufrimiento y susurrarme que lo que estoy sufriendo quizás haya sido permitido por Dios para atraerme más profundamente a su amor y su humildad. Pablo no describe en ningún sitio el sufrimiento de otra persona como una lección divina. Pero aquí declara de forma inequívoca que sabe por revelación divina que lo que sufre está previsto por Dios para impedir que se exalte en la visión que tiene de sí mismo.
El sufrimiento es la dura senda hacia la humildad. ¿Cómo, si no, explicaremos que Pablo prorrumpa en un cántico cuando, tras el tercer momento de oración, Jesús acudiese a él con una negativa y una promesa: «Bástate mi gracia» (2 Cor. 12: 9)? Gracia asombrosa verdaderamente, que puede transformar al que sufre ¡en alguien que se gloría en el sufrimiento mismo que glorifica al Salvador y que se humilla a sí mismo! ¿No seguiremos esa senda?