Viernes 25 de noviembre. Matutina adultos – Una historia de dos Saúles – 2
«Pero él me dijo: “Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad”. Por lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo». 2 Corintios 12: 9, NVI
HAY UN CAPÍTULO OSCURO en la vida del segundo «Saúl» que rara vez es objeto de reseña y que, no obstante, quizás encierre el mayor secreto de humildad de todos. El Pablo recién convertido desapareció durante varios años. Reconstruyendo lo consignado en el Nuevo Testamento, llegamos a la conclusión de que acabó recalando en su ciudad natal de Tarso. Mientras Pablo estuvo allí, Dios le concedió visiones extraordinarias. Esa concesión divina precipitó una de las grandes crisis y principios de humildad.
«Conozco a un hombre en Cristo que hace catorce años (si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer cielo» (2 Cor. 12: 2). Pablo usa la misma figura literaria que Juan escondiéndose intencionalmente, con humildad, en la tercera persona. Pero, por su descripción, está claro que, mediante visiones, se concedió a Pablo acceso personal al paraíso, donde oyó y vio «cosas indecibles» (ver. 4, NVI). Con ese singular privilegio divino, Dios puso en manos de su amigo una nueva prueba: «Para evitar que me volviera presumido por estas sublimes revelaciones, una espina me fue clavada en el cuerpo, es decir, un mensajero de Satanás, para que me atormentara» (vers. 7, NVI). La palabra griega traducida «espina» no es la usada para la corona de espinas de Cristo, sino que describe más bien un fragmento de madera clavado en la carne, como una astilla debajo de la uña.
Dado que Pablo dice de ella que estaba «en el cuerpo», los eruditos han reunido una serie de claves de todas las epístolas de Pablo (desde los gálatas que le ofrecieron sus propios ojos, referido al uso de un amanuense o escribiente por parte del apóstol [Gál. 4: 15], hasta la declaración de este, al final de la epístola que envió a los mismos creyentes: «Mirad con cuán grandes letras os escribo de mi propia mano» [Gal. 6: 11]) que sugiere que Pablo padecía una aflicción de la vista. ¿Fue la consecuencia física de su encuentro con Jesús en el camino a Damasco? No lo sabemos. Pero está claro de que se trató de un recordatorio constante de sus limitaciones y su deficiencia física, que lo hacían depender de otros para sus funciones de servicio y le causaban inconvenientes, bochornos y una dolorosa incomodidad. No es de extrañar que Pablo describa la fuente de tales problemas como un ángel demoníaco («mensajero de Satanás») «para que me atormentara». ¿Por qué tal dolor? «Para evitar que me volviera presumido», es decir, para mantenerme humilde. ¿Podría ser que el sufrimiento, a veces, sea un antídoto divinamente permitido de nuestro orgullo? Y, ¿podríamos, como Pablo, llegar al punto en el que nos gloriemos en él?