Sábado 5 de noviembre. Matutina adultos – “Las historias de los elegidos – 1”
«Esas cosas les sucedieron a ellos como ejemplo para nosotros. Se pusieron por escrito para que nos sirvieran de advertencia a los que vivimos en el fin de los tiempos». 1 Corintios 10: 11, NTV
HUBO UNA VEZ una generación de elegidos que iba rumbo a la tierra prometida. Y nuestro texto de hoy observa que su historia se conservó como una enseñanza moral para otra generación, también elegida y también encaminada a la tierra prometida.
Era una de esas magníficas mañanas de desierto sin nubes —exceptuando la nebulosa masa negra tonante cruzada por rayos en la cima de aquella montaña del desierto—. Su dirigente llevaba días desaparecido. ¿Quién conocía la suerte que había corrido en la cumbre? ¿Y dónde estaba ese Dios que los había abandonado allí en aquel desierto? Por fin, una delegación muy numerosa de aquellos esclavos liberados descontentos se acercó al lugarteniente y exigió que él, como jefe suplente, les hiciera un nuevo dios. Y como no tenía lo que hay que tener para enfrentarse a la multitud, accedió. «Denme sus pendientes, las joyas que los egipcios les dieron a montones, y les esculpiré un nuevo dios».
Y, dicho y hecho, horas más tarde en medio del campamento se erguía un resplandeciente becerro de oro. «Israel, ¡aquí tienes a tu dios que te sacó de Egipto!» (Éxo. 32: 4, NVI). ¡Y los elegidos empezaron la fiesta! ¡Y vaya si fiestearon del amanecer al anochecer!, en un desenfreno tan pervertido que la historia usa la misma palabra hebrea de Génesis que describe el acto sexual. Abrazando el corrupto culto de adoración del Egipto caído que habían dejado atrás, los elegidos se degradaron precipitándose en una orgía delirante tan ruidosa y estridente que Moisés y Josué, su edecán, podían oírla desde la distante ladera del Sinaí. No fue una escena agradable cuando Moisés, que había estado recluido en la presencia misma del Dios viviente cuarenta días y noches, volvió apresuradamente al campamento. En un instante se hizo un doloroso silencio entre la turba. Con un grito de desesperación, Moisés tiró las tablas recién grabadas con la escritura divina, haciéndolas añicos ante la multitud asustada.
¡Qué rápido puede volver a la servidumbre nuestro corazón redimido! Un día somos del Señor por entero. Pero, falle nuestra comunión con Cristo por un tiempo y ¡qué triste es que podamos dar un giro de ciento ochenta grados en esa «senda de santidad»! No es de extrañar que, para los que estamos en la frontera de la tierra prometida, la integridad ante Dios diste de ser un subproducto del fanatismo, sino que se trata, más bien, del fruto de nuestro andar con Jesús, que ha llegado a ser para nosotros «nuestra justificación, santificación y redención» (1 Cor. 1: 30, NVI).