Sábado 18 de febrero. Matutina adultos – “La prueba de la divinidad de Cristo”

Sábado 18 de febrero. Matutina adultos – “La prueba de la divinidad de Cristo”

«¡Lázaro, ven fuera!».
Juan 11: 43

JESÚS SINTIÓ UNA PUNZADA de angustia, y dijo a sus discípulos: «Lázaro ha muerto» (Juan 11: 14). Pero Cristo no solo tenía que pensar en aquellos a quienes amaba en Betania; tenía que considerar la instrucción de sus discípulos. Ellos habían de ser sus representantes ante el mundo, para que la bendición del Padre pudiera abarcar a todos. Por su causa, permitió que Lázaro muriera. Si le hubiese devuelto la salud cuando estaba enfermo, el milagro que llegó a ser la evidencia más contundente de su divinidad, no se habría realizado. […]

Al demorar su visita, Jesús tenía un propósito misericordioso con los que no le habían recibido. Tardó, a fin de que al resucitar a Lázaro pudiese dar a su pueblo obstinado e incrédulo, otra evidencia de que él era de veras «la resurrección y la vida» (Juan 11. 25). […] En su misericordia, se propuso darles una evidencia más de que era el Restaurador, el único que podía sacar «a luz la vida y la inmortalidad» (2 Tim. 1: 10). Sería una evidencia que los sacerdotes no podrían malinterpretar. Tal fue la razón de su demora en ir a Betania. Este milagro culminante, la resurrección de Lázaro, había de poner el sello de Dios sobre su obra y su pretensión a la divinidad. […]

Lázaro había sido puesto en una cueva rocosa, y una piedra maciza había sido rodada a la entrada. «Quitad la piedra» (Juan 11. 39), dijo Cristo. Pensando que él deseaba tan solo mirar al muerto, Marta objetó diciendo que el cuerpo había estado sepultado cuatro días y que había entrado en estado de descomposición. Esta declaración, hecha antes de la resurrección de Lázaro, no dejó a los enemigos de Cristo lugar para decir que había subterfugio.

«Y habiendo dicho esto, clamó a gran voz: “Lázaro, ven fuera”» (Juan 11: 43). Su voz, clara y penetrante, entró en los oídos del muerto. La divinidad fulguró a través de la humanidad. En su rostro, iluminado por la gloria de Dios, la gente vio la seguridad de su poder. Todos fijaron la mirada en la entrada de la cueva. Cada oído prestó atención al menor sonido. En intensa expectativa aguardaron la prueba de la divinidad de Cristo, la evidencia que había de comprobar su aserto de que era el Hijo de Dios, o la señal de que debían extinguir esa esperanza para siempre. La tumba silenciosa se agitó, y el que estaba muerto se puso de pie a la puerta del sepulcro.— El Deseado de todas las gentes, cap. 58, pp. 499-505.

 

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