Sábado 31 de diciembre. Matutina adultos – “El regreso al hogar”

Sábado 31 de diciembre. Matutina adultos – “El regreso al hogar” 

«Ciertamente volverán los redimidos de Jehová; volverán a Sion cantando y gozo perpetuo habrá sobre sus cabezas. Tendrán gozo y alegría, y huirán el dolor y el gemido». Isaías 51: 11

SATISFACCIÓN POSTERGADA (o diferida) es la expresión usada por los psicólogos para describir la capacidad de las personas maduras de aguardar para experimentar lo que es deseable. Los elegidos han tenido que vivir con la satisfacción postergada durante milenios. «En la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos» (Heb. 11: 13). La senda larga y sinuosa de su peregrinaje nunca llegó al cielo: lo vieron «de lejos», pero murieron a este lado de la tierra prometida, con la esperanza aún diferida. Y puede que también tú y yo muramos a este lado del cielo, nuestra satisfacción final postergada un tiempo, nuestra esperanza compartida aún diferida. Sin embargo, esta Nochevieja decidamos vivir en Cristo como «prisioneros de la esperanza» (Zac. 9: 12), encadenados a su promesa del regreso al hogar.

Henry Gariepy, en 100 Portraits of Christ, habla de Theodore Roosevelt, expresidente de Estados Unidos, cuando volvía a casa desde África tras un gran safari. Al subir a bordo del trasatlántico en aquel puerto africano, un gran gentío aclamó su paseo por la alfombra roja. Fue agasajado con la mejor suite del barco. Los camareros lo llevaron en palmitas durante el viaje transoceánico de regreso a casa. El expresidente fue el centro de atención de todo el barco.

A bordo del barco también había otro pasajero, un anciano misionero que había dedicado su vida a Dios en África. Con su esposa fallecida y sus hijos fuera del hogar, en aquel momento volvía solo a su patria. Nadie en aquel barco se fijó en él. Tras la llegada del trasatlántico a San Francisco, el presidente recibió una bienvenida triunfal, con sonido de silbatos, tañido de campanas y la aclamación del gentío que aguardaba mientras Roosevelt descendía por la rampa de desembarco con gloria radiante. Pero nadie acudió a dar la bienvenida al misionero que regresaba. Solo, el anciano encontró un pequeño motel para pasar la noche. Cuando se arrodilló junto a su cama, su corazón se desgarró: «Señor, no me quejo. Pero no entiendo. Te di mi vida en África. Pero parece que a nadie le importa. Sencillamente, no entiendo».

Y luego, en la oscuridad, fue como si Dios se acercase a él desde el cielo y pusiera su mano sobre el hombro del anciano y le susurrase: «Misionero, tú aún no has llegado a casa».

 

Radio Adventista

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