“Eviten toda conversación obscena. Por el contrario, que sus palabras contribuyan a la necesaria edificación y sean de bendición para quienes escuchan” (Efe. 4:29).
Me encanta bailar, y me lo tomo en serio. Sé que mucha gente no lo entiende, pero así soy yo. Cuando tenía quince años, estaba en undécimo grado y tomaba cursos avanzados en la Universidad de Cambridge, Inglaterra. No tenía tiempo libre. Para el examen de baile, tuvimos que hacer una coreografía, que iba a ser presentada en nuestro concierto de invierno. Mi profesor escogió los grupos y me puso con otras cuatro muchachas. Dos de ellas tenían mala reputación, y no sabía nada de las otras dos. Cuando empezamos a ensayar, me encontré con una situación difícil, pues a veces una de las muchachas era grosera, mandona y completamente egocéntrica. A pesar del ambiente hostil, estábamos progresando… Hasta que todas enfermamos. Por desgracia, eso nos causó un retraso. Teníamos solo cuatro semanas hasta el concierto, y dos y media fueron durante las vacaciones. Mientras nos esforzábamos por terminar la coreografía, salían palabras feas de algunas bocas con cierta frecuencia, pero yo siempre refrené mi lengua. Conociendo nuestra situación, el maestro nos ayudó a idear un plan para ponernos al día, que consistía en reunimos durante las vacaciones. Intenté varias veces ponerme en contacto con las integrantes de mi grupo, pero no pude contactarme con ellas. Cuando las vacaciones terminaron y nos encontramos nuevamente en las clases, me dijeron que habían estado muy ocupadas. Sugerí que nos reuniéramos el domingo y termináramos la coreografía, para que pudiéramos obtener el crédito por nuestro examen. Una de las muchachas, que siempre había sido muy franca, manifestó que nosotras deberíamos salir del escenario, mientras ella y su mejor amiga bailaban para llenar el tiempo que faltaba. Luego, dijo que podíamos volver corriendo al escenario, para presentar el final. No podía creer lo que había dicho. ¡Aquel baile era nuestra graduación! Estaba enojada; y normalmente tardo mucho en enojarme. Pero en ese caso, estuve muy contenta de haber tenido a Dios conmigo. Él sabía que aquello había sido “demasiado” para mí, y cuando ya es demasiado, no me preocupo por “filtrar” la forma en que digo lo que hay que decir. Justo cuando estaba a punto de arremeter contra ella, nuestro profesor empezó a hablar, y eso me impidió hablar de una manera que no era semejante a la de Cristo. Quiero ser más como Cristo. Oro para que las palabras que salgan de mi boca contribuyan a la edificación de las personas y no las destruyan ¿y tú? Lillian Márquez de Smith