Bienaventurado el hombre que no anda en compañía de malvados, ni se detiene a hablar con pecadores, ni se sienta a conversar con blasfemos. Que, por el contrario, se deleita en la ley del Señor, y día y noche medita en ella (Salmos 1: 1-2).
¿CUANTOS PADRES QUE SE HAN PREOCUPADO por la educación de sus hijos, temblaron al verlos junto a malas compañías? ¿Qué padre no se entristeció al ver que su hijo dejó la iglesia y sus enseñanzas? La preocupación y la tristeza son lógicas, porque ningún padre que aspira el bien de su hogar, seguirán que sus hijos se aferren al consejo de malos o que anden en el camino de pecadores.
La gran salvaguarda y protección que cualquier persona puede encontrar para no apartarse jamás de los caminos divinos, es encontrar en la ley de Dios, en la Biblia, su delicia.
¿Qué es algo delicioso? Permíteme contarte una experiencia. Después del servicio militar, se quedó con Germán, un gran amigo, viajó por Argentina de «mochileros». Este viaje lo uso que realizó sin gastar dinero en pasajes, ya que era poco lo que uso; para lograrlo, acudimos a todos los medios posibles de hacer kilómetros y kilómetros a expensas de la bondad ajena. Pero a pesar de no gastar el dinero en pasajes, luego de dos meses de recorrido se nos terminó el dinero en la ciudad de San Pedro.
La primera noche que nos encontramos sin dinero ni comida, como no queríamos trabajar, pues estábamos «de vacaciones», necesitábamos dormir. Al día siguiente nos levantamos a las 16:00, y aunque habían pasado más de veinte horas que no comíamos, tratamos de olvidarnos del hambre. Ya en horas de la noche, nos instalamos en la plaza y entablamos un diálogo en el que tratábamos de mentalizarnos que el hambre era algo «psicológico». Una mujer que pasó y que escuchó nuestro diálogo, nos dijo: «Chicos, si ustedes no se ofenden, a mi esposo ya mí nos sobró pollo a la parrilla… ¿desearían comer lo que sobró?». Sin tener alguna duda aceptamos la invitación, y debo admitir que ese pollo fue el más delicioso que comí en mi vida.
Volviendo al texto de hoy, tenemos que recordar que por nuestra naturaleza pecaminosa la lectura de la Biblia no siempre resulta «deliciosa» y no es tan fácil «meditar» en ella todo el día. ¿Entonces qué hacer? Debemos recurrir a Dios. Si se lo pedimos, él nos puede dar «hambre» de su Palabra, puede hacer que sintamos necesidad espiritual, y será en esos momentos cuando la Biblia sea nuestra «delicia». Solo ella podrá evitar que nosotros o nuestros hijos nos apartemos de Dios y vayamos tras el camino de pecadores.