VELOCIDAD
“Primero aparece una hoja, luego se forma la espiga y finalmente el grano madura” (Marcos 4:28, NTV).
El 28 de noviembre de 1995, el entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, firmó el decreto que daba por caduca la ley federal que establecía el límite de 55 millas por hora (unos 78 km/h) para las autopistas del país, vigente desde 1974. Al cesar este límite federal, Montana no estableció ningún límite de velocidad para sus carreteras, en Kansas saltó a 75 millas por hora y en Nevada y Wyoming el límite fue hasta 70. El límite de 55 millas por hora impuesto en 1974 fue una medida para ahorrar combustible en medio de la crisis del petróleo en Medio Oriente. Pero al año siguiente se produjeron 9000 muertes menos por accidentes de tránsito. Y tras la suba de velocidad en 1995, se produjeron unas 6000 muertes más por año.
Vivimos en la era de la velocidad. Nos encanta la comida rápida, tenemos Internet de ultra velocidad, computadoras con procesadores más veloces y automóviles que pueden acelerar de 0 a 100 km/h en 5 segundos. Los microondas cocinan nuestra comida en segundos, exigimos trámites cada vez más rápidos y hasta, incluso, existen divorcios exprés. La velocidad parece convertirse en la norma, y nos impacientamos e irritamos al extremo cuando tenemos que esperar.
Lo peor es que queremos aplicar esta fiebre por la rapidez a todos los procesos y las acciones, olvidando que hay cosas que no pueden acelerarse. Los procesos de madurez física y mental, por ejemplo, necesitan respetar los tiempos asignados por el Creador. No podemos transformar a nuestros niños en adolescentes o jóvenes en forma prematura, porque no estarían preparados para afrontar los desafíos que estas etapas conllevan. Una personalidad sólida y un carácter sano requieren respetar los tiempos de madurez y crecimiento. Porque así como los agricultores saben que no deben acelerar el crecimiento del fruto de la tierra (se puede, pero pierde sabor o valor nutritivo), la madurez se alcanza solo al transitar las etapas que Dios ha establecido.
No obstante, en el afán de querer ir tan rápido para llegar cuanto antes al destino, nos perdemos del paisaje y de disfrutar del camino, que muchas veces es lo más interesante de un viaje. Y este principio se aplica a la vida cristiana, también. Hay quienes piensan que la santificación es una meta que debemos alcanzar. La Biblia y Elena de White, por otro lado, afirman que, en realidad, la santificación es un proceso en el que debemos crecer constantemente. No hay atajos ni autopistas de alta velocidad.
Hoy, decide crecer en la gracia y la santificación, permitiendo que el Espíritu Santo realice su obra.