AL PIE DE LA CRUZ
«Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo». Gálatas 6: 14
QUIENES SE ENCUENTRAN al pie de la cruz no se glorían de sí mismos, tampoco
pretenden arrogantemente estar libres de pecado. Para ellos resulta obvio que
sus pecados fueron la causa de la agonía que padeció el Hijo de Dios; y este pensamiento les inspira profunda humildad. Los que viven más cerca de Jesús son también los que perciben mejor la fragilidad y culpabilidad de la humanidad, y cifran su esperanza únicamente en los méritos de un Salvador crucificado y resucitado.
La santificación, tal como muchos la entienden en el mundo religioso actual, conduce al orgullo espiritual y al menosprecio de la ley de Dios, pues se presenta como ajena a la religión de la Biblia. Sus defensores señalan que la santificación es una obra instantánea, por la cual, mediante la fe solamente, alcanzan perfecta santidad. «Tan solo cree —dicen— y alcanzarás la bendición». Según ellos, no se necesita mayor esfuerzo de parte del que recibe la bendición. Al mismo tiempo niegan la autoridad de la ley de Dios y afirman que no es necesario guardar los mandamientos. ¿Pero será acaso posible que alcancemos la santidad y estemos de acuerdo con la voluntad y el modo de ser de Dios, si no nos ponemos primero en armonía con los principios que expresan su naturaleza y voluntad, y muestran lo que le agrada?
El deseo de llevar una religión fácil, que no exija luchas, ni desprendimiento, ni ruptura con los excesos del mundo, ha hecho popular la doctrina de la fe, y la fe sola; ¿pero qué dice la Palabra de Dios? […]
El testimonio de la Palabra de Dios se opone a esta doctrina dañina de la fe sin obras. No es fe pretender el favor del cielo sin cumplir las condiciones necesarias para que se nos conceda la gracia. Esto es presunción, pues la fe verdadera se basa en las promesas y disposiciones de las Sagradas Escrituras.
Nadie se engañe a sí mismo creyendo que puede volverse santo mientras viole uno de los mandamientos de Dios. Un pecado cometido deliberadamente acalla la voz del Espíritu Santo y separa al alma de Dios. […] No podemos reconocer a nadie como santo sin haberle comparado primero con la única regla de santidad que Dios ha establecido en el cielo y en la tierra.— El conflicto de los siglos, cap. 28, pp. 464-465.