LA IGLESIA NO ES LA OPINIÓN DE UNA PERSONA
«Y si alguno se imagina que sabe algo, aún no sabe nada como debería saberlo». 1 Corintios 8: 2
EL REDENTOR DEL MUNDO invistió a su iglesia con gran poder. Presenta las reglas que deben aplicarse a los casos en que se juzga a los miembros. Después de dar indicaciones explícitas en cuanto a la conducta que se ha de seguir, dice: «Les aseguro que todo lo que ustedes aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mat. 18: 18, NVI). De manera que aun la autoridad celestial ratifica la disciplina de la iglesia con respecto a sus miembros, cuando se ha seguido la regla bíblica.
La Palabra de Dios no da licencia a ningún ser humano para oponer su juicio al de la iglesia, ni le permite insistir en sus opiniones contrarias a las de la misma. Si no hubiera disciplina ni gobierno de la iglesia, esta se reduciría a fragmentos; no podría mantenerse unida como un cuerpo. Siempre hubo seres humanos de espíritu independiente, que aseveraron que estaban en lo correcto, que Dios los había instruido, impresionado y conducido en forma especial. Cada uno tiene una teoría propia, opiniones que le son peculiares, y cada uno sostiene que sus opiniones están de acuerdo con la Palabra de Dios. Cada cual sustenta diferente teoría y fe, aunque todos aseguran tener una luz especial de Dios. Apartan a los demás del cuerpo y cada uno es en sí mismo una iglesia separada. Todos no pueden estar en lo cierto, y sin embargo, se declaran conducidos por el Señor. La palabra de la inspiración no es sí y no, sino sí y amén en Cristo Jesús.
Después de impartir sus instrucciones, nuestro Salvador promete que si dos o tres se unen para pedir algo a Dios, eso les será concedido. Cristo demuestra con esto que debe haber unión con los demás, aun para desear un objetivo determinado. Se da gran importancia a la oración unánime, a la unión de propósito. Dios oye las oraciones de las personas; pero en esta ocasión Jesús dio lecciones sumamente importantes, que se relacionaban en especial con su iglesia recién organizada en la tierra. Debe haber acuerdo entre lo que se desea y por lo que se ora. No debía tratarse simplemente de los pensamientos y la actividad de una mente expuesta a engaño; la petición debía reflejar el deseo ferviente de varias mentes concentradas en el mismo punto.— Testimonios para la iglesia, t. 3, pp. 471-472.