Aún allí, tu mano nos guiará
“Cuando te llamé me respondiste; me infundiste ánimo” (Տal. 138: 3).
Los sauces suelen ser los primeros árboles en tener hojas en la primavera. Aprendí eso en Chengde, en el norte de China, cuando visité a nuestra hija mayor, que estaba enseñando en una universidad allí. Había sido maravilloso visitar a Robyn, ver el lugar en que vivía, las calles por las que transitaba, los vendedores que a quienes les compraba helado. En mi globo terráqueo, Chengde estaba exactamente del otro lado de Maryland, Estados Unidos, a unos 11.300 kilómetros de distancia. Estaba tan lejos que, cuando trataba de imaginarlo, solo veía oscuridad. Pero ahora estaba allí, y el sol resplandecía sobre la ciudad. Demasiado pronto llegó la hora de volver a casa.
Un señor de la universidad me llevó hasta el aeropuerto de Beijing. Dejar a mi hija fue una de las cosas más difíciles que he hecho alguna vez.
Esto fue en 1993. El aeropuerto de Beijing era pequeño, oscuro y gris. Luego de ingresar, pasé unas tres horas en una tierra de nadie sombría y atestada de gente, parada al lado de mi equipaje, sin poder avanzar hasta que abrieran una puerta por la que deberíamos pasar los doscientos viajeros. Esa tarde aterricé en Hong Kong, donde unos misioneros me buscaron y me llevaron a su casa, para que pasara allí la noche. Vivían en un departamento pequeño, pero con espacios bien aprovechados. Eran buenas personas. Me dieron una deliciosa cena y una cama confortable. Pero, aun así, yo estaba desolada. Robyn estaba comenzando su segundo año de enseñanza en la universidad en China. Ya había visto y experimentado muchas cosas maravillosas, y me sentía mucho mejor al haber estado una semana en la ciudad en la que ella vivía. Sin embargo, ahora me sentía muy sola. Mi corazón estaba quebrantado. Así que abrí mi Biblia en el Salmo 139, buscando la promesa que dice: “Aun allí tu mano me guiaría, ¡me sostendría tu mano derecha!” (vers. 10).
Entonces, mis ojos se posaron en la página opuesta, en el salmo 138: “Señor, quiero alabarte de todo corazón […] Cuando te llamé, me respondiste; me infundiste ánimo” (Sal. 138: 1-3).
Eso era exactamente lo que necesitaba. Si en realidad necesitaba algo, era que Dios me hiciera fuerte y valiente. Valiente para dejar a mi hija; y fuerte para realizar el viaje de catorce horas hasta Los Ángeles, pasar la noche en un hotel y volar hasta Virginia. De alguna forma, cobré nuevos ánimos. Dios cuidaría de mi hija y de la joven que enseñaba con ella. Dios bendeciría su labor, y a las personas a las que influenciaban. Dios me llevaría a casa a salvo, ya ellas también. Y así lo hizo.
PENNY ESTES WHEELER