OFRECE TUS MANOS
“Y hacía Dios milagros extraordinarios por mano de Pablo” (Hechos 19:11).
En su tercer viaje misionero, el apóstol Pablo dedicó tres años a evangelizar la ciudad de Éfeso (Hech. 20:31). “Era no solamente la más magnífica, sino la más corrupta de las ciudades de Asia. La superstición y los placeres sensuales dominaban en su abundante población. Bajo la sombra de sus templos se amparaban criminales de todas las clases y florecían los vicios más degradantes” (Los hechos de los apóstoles, p. 235).
El apóstol comenzó predicando osadamente en la sinagoga, pero no pudo ir mucho más allá. Sufrió una fuerte oposición y tuvo que salir; realizando así la primera separación de un grupo completo de cristianos de una sinagoga judía. A partir de ese momento, el programa fue transferido a la escuela de un filósofo llamado Tirano.
A pesar de las intensas dificultades, Dios no dejó esa obra sin resultados. Elena de White relata: “Al apóstol Pablo, en sus trabajos en Éfeso, se le dieron señales especiales del favor divino” (ibíd., p. 232). De hecho, ocurrieron milagros impresionantes. El pueblo fue curado, los demonios fueron expulsados y hubo una gran agitación. Los nuevos conversos al cristianismo quemaban sus libros de magia, que ascendían a 50 mil denarios, el equivalente a 130 años de trabajo de un operario.
¿Quieres saber por qué sucedió todo eso? Porque “hacía Dios milagros extraordinarios por mano de Pablo” (Hech. 19:11). Era una sociedad estratégica: Dios colocaba todo su poder y el apóstol Pablo aplicaba toda su disposición. Como resultado: “Así crecía y prevalecía poderosamente la palabra del Señor” (Hech. 19:20). Además de las conversiones en la propia ciudad, todos los habitantes de Asia escucharon la Palabra del Señor (19:10).
Las manos eran de Pablo. Su tiempo, su salud, sus capacidades y su perseverancia fueron consagrados al Señor; pero los milagros eran del Señor. El poder siempre es de él. Por eso, solamente a él le pertenece la gloria.
Cuando dejamos de lado la dependencia del Señor e intentamos avanzar con las propias fuerzas, podemos llegar a impresionar, pero dejaremos de transformar. Podremos crear admiración, pero no seremos capaces de llevar salvación.
Por eso, ofrece tus manos sin reservas, para que por medio de ellas Dios también pueda obrar milagros extraordinarios.