«Siendo yo, Pablo, ya anciano, y ahora, además, prisionero de Jesucristo» (File. 1:9, RV95).
Los términos «prisionero» y «libre» pueden ser bastante relativos. Una persona que en principio goza de libertad para ir y venir cuándo y adónde quiera puede, en realidad, sentirse presa (presa del recuerdo, de una relación abusiva, de la falta de recursos económicos para hacer lo que quiere, de una situación que no desea, de estar cumpliendo la voluntad de otro y no la suya propia…). Mientras que, por otro lado, una persona que ha perdido su libertad física y está presa (porque así funciona nuestro sistema judicial) puede, en realidad, sentirse libre. Libre porque ha aceptado su culpa; libre porque no la movió el odio; libre porque tiene una esperanza en Cristo y una posibilidad de resarcir el daño.
Veamos el caso de Pablo, que es quien usa en la Biblia la frase «prisionero de Jesucristo» del versículo de hoy. El gran apóstol, evangelista, predicador de Cristo; ese hombre que ha viajado por mares y montañas y ha ido y venido como el viento, se encuentra de pronto prisionero por el testimonio que ha dado acerca de Jesucristo. Su servidumbre al Maestro era algo por lo que estaba dispuesto a perder su libertad física. Sin embargo, en prisión, su mente no dejó de sentirse libre. Su libertad se afincaba en su relación con Dios, que no entiende de espacio ni tiempo. Pablo era libre porque su voluntad coincidía con la voluntad de Dios para su vida.
Cuando buscas la palabra «prisionero» en el Diccionario de la lengua española encuentras, entre otras, esta definición: «Persona que está dominada por un afecto o una pasión». Ese es el tipo de prisionero que era Pablo: con cadenas o sin cadenas; en la calle o en una celda, el apóstol era prisionero de su pasión por Cristo y eso era lo que lo hacía libre a pesar de verse en una cárcel. La libertad de él radicaba en saber que no estaba en la cárcel por error, sino que todo obedecía al plan divino para su vida. Esa es la verdadera libertad: saber que estamos viviendo según el plan de Dios para nuestra vida, aunque las circunstancias sean adversas.
A veces una piensa que la religión nos resta libertad, que es como una cárcel porque nos impide hacer lo que queremos; pero no es cierto. En una vivencia equilibrada de la religión hay plena libertad, porque lo que yo deseo hacer coincide con lo que Dios desea que yo haga.